Recuperemos el territorio y eliminaremos los símbolos identitarios que parecen invadir todos los rincones de Cataluña. La alegoría permanente de libertad con la que sueñan todos los que quieren “conquistar” la patria catalana y los procesos retóricos, que usan para este fin, deben ser contestados con una dimensión gramatical y orientada por un lenguaje inclusivo en torno a los conceptos libertad, tierra y ley.
Los valores “poéticos” del territorio catalán no deberían excluir a nadie; por el contrario, deben ser un acto de convocatoria estructural de voluntades que despierten las aletargadas ideologías que han dejado que el ager fuese amarilleando sin aparente respuesta.
La escalera que asciende hacia ese temible lugar de la ruptura está adornada con murales de falta de valor. Ahora, tras la candidatura de Cayetana Álvarez de Toledo y el empuje dado por los nuevos líderes del PP en Cataluña, se hace preciso más diagnóstico y soluciones que pulsiones adornadas de banderas.
Desde lo alto de la escalera, la tierra, el territorio, parece una preciosa extensión de verdes, Masías y personas sin ideología, pero descendiendo a la tierra, ¡temible lugar!, los plenos municipales, las sedes de los partidos, la vida cotidiana aparecen dominados por las artimañas de los hegemónicos de la independencia que poco a poco arrastran al resto fuera del locus. Es ahí, en esa geometría imperfecta, donde se pierde la libertad; donde asistimos al regresar de la tribu y el abandono de los habitantes del ágora.
Como un cuadro de Rothko, el paisaje de Cataluña pierde a sus defensores frente a los totalitarios omnipresentes que, con identidades prefijadas, sortean las formas del nombrar de la ley para no ser presos de sus propias fantasmagorías.
No se puede, no se debe perder la tierra; la necesaria presencia institucional que todos los partidos deben tener en el territorio. España es un Estado de pueblos, de gentes que toman café en el bar; no es un hallazgo de la posmodernidad urbana y snob que atomiza las realidades en categorías “eco”.
En los pueblos de Cataluña, como en los del resto de España, las personas que se presentan a defender la libertad no son Hércules y sus doce trabajos; se trata de ciudadanos que quieren mantenerse en un marco de convivencia en el que la democracia se estructure dentro de los cauces estrictos y explícitos de la ley, no de místicas redentoristas de aquellos que, con postulados cuanto menos cercanos a una xenofobia supremacista (esto es un pleonasmo), buscan enemigos formales que no son más que personas.
La textualidad de los mensajes que desde el independentismo se lanzan en todos los lugares de España buscan tematizar lo bueno y lo malo; lo adecuado y lo horrible, pero, señores, no se dan cuenta que, La Roca, esa suerte de tarjeta postal global, también es España. Frente a esta lógica textual segregacionista y negacionista de la españolidad de Cataluña, no olviden, señores de Madrid, que, en todos los pueblos es preciso defender la Democracia y la Constitución española; que es, precisamente, el marco normativo que permite que existan las elecciones.
Muchas veces, la sincronía entre los procesos sociales y los políticos divergen, pero ahora, de verdad, se hace preciso construir cuadros de concejales formados en la semántica del poder y de la identidad democrática y el partido, los partidos, deben afrontar con valentía la presencia en el territorio de sus afiliados; esos retazos de libertad que todos los partidos necesitan y que son los capaces de llevar las soluciones hasta los rincones más recónditos de España.
No se olviden de los pueblos, que, en la ciudad, todo es vanidad.
Heraldo Baldi
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