Nacido en 1844, Friedrich Nietzsche tenía unos cinco años cuando quedó huérfano de padre (un pastor luterano). Gran aficionado a la música, afirmaría en uno de sus últimos escritos que la vida sin música era “un error, una labor ímproba, un exilio”, también reconoció estar “extremadamente solo, ya de niño”.
De joven, adquirió diversas enfermedades que deterioraron su salud de forma muy grave e irreversible. En enero de 1889, con 44 años de edad, tuvo que ser internado y ya no volvió a escribir hasta su muerte once años después.
El autor de ‘Más allá del bien y del mal’, ‘El nacimiento de la tragedia’, ‘Así habló Zaratrusta’ escribió en 1888 -su último año activo– obras como ‘El Anticristo’, ‘Ecce Homo’ y el ‘Crepúsculo de los ídolos’. Siempre lo he leído en las traducciones del profesor Andrés Sánchez Pascual.
Más allá de sus críticas a la religión, la filosofía o la cultura, o de que dijera que “el poder vuelve estúpidos a los hombres”, quisiera referir algo que anotó en el último de los libros mencionados, donde Nietzsche sostiene algo que creo básico: “No hay error más peligroso que confundir la consecuencia con la causa; yo lo llamo la auténtica corrupción de la razón”. Y esto es muy común, aquí y ahora.
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