La periodista catalana, Sara Montesinos, dejaba un tuit desolador: “Avui ens hem trobat això a Petra. La vergonya és infinita”.
No es para menos, un vándalo había dejado grabada una estelada independentista en las ruinas históricas de Petra (Jordania). ¿Dónde meterse, si un compatriota tuyo mea en un lienzo de Van Gogh para marcar territorio?
¿Sabe el descerebrado de la estelada que está mancillando la única esperanza de eternidad del ser humano, sus obras de arte, los monumentos y las realizaciones técnicas que nos unen a nuestros antepasados por un delicado hilo de creatividad? ¿Sabe ese patriota catalán que los vestigios de nuestro pasado han llegado a nosotros por puro azar, a merced de guerras y de mil brutalidades, saqueos y la fatalidad de la propia naturaleza?
Cuando vimos arder la catedral de Notre-Dame, lloramos de impotencia, de pena, sentimos dolor, angustia, como si el fuego nos llevara el ansia de perdurar en el tiempo que nuestra biología nos niega. Allí estaba buena parte de nuestra cultura, de nuestra grandeza, lo mejor de nosotros, la capacidad de construir belleza. Fue una fatalidad, al menos nadie fue tan necio como para encender la cerilla. Sin embargo, lloramos de rabia, furiosos e incrédulos cuando unos años antes aquellos miserables talibanes de las Torres Gemelas de Nueva York destruyeron de forma premeditada los Budas de Bamiyan (2001), dos imponentes estatuas de 55 y 36,5 metros de altura, tallados en roca entre los siglos III y IV. Frente a esa canallada, ahí está el templo de Abus Simbel desde el S.XIII a. De C., escavado en roca y flanqueado por los faraones Ramsés II y Nefertari, salvado de las aguas del Nilo por la UNESCO. Para evitar su desaparición bajo las aguas de la presa de Asuán, una obra de ingeniería colosal trasladó toda la montaña a salvo de las aguas en 1968. Dos humanidades, la misma maldita humanidad enfrentada a sí misma.
La primera imagen de impotencia y rabia que me sacudió el alma después de enterarme de la hazaña de ese descerebrado de la independencia, fue la destrucción de las ruinas de Palmira, cercanas a las de Petra, llevadas a cabo por el Estado Islámico durante la reciente guerra de Irak. Devastó 24 templos, algunos con más de siete mil años de existencia, más otros 150 monumentos dañados. La cuna de la civilización arrasada por creencias excluyentes.
Es difícil explicarse y explicar tanta irracionalidad, tanta gratuidad. Es tal el desatino que cuesta trabajo aceptar que haya seres humanos armados de simples creencias, capaces de destruir lo que nunca volverá a ser, porque su ser se agotó en un tiempo al que nunca podremos regresar. Era precisamente su presencia la que nos unía a la eternidad, y su ausencia, a la melancolía, como si la humanidad no tuviera remedio. Decía Fernando Savater a propósito del incendio de Notre-Dame: “las grandes obras humanas no están vivas pero tienen que ver con lo que nos hace vivir. Y su destrucción es desoladora para nuestro destino”.
La maldad, la estupidez, la rapiña, también la fatalidad… nos han robado buena parte del pasado. Pero también lo mejor de nosotros mismos, la cultura, ha sabido cuidar y conservar el patrimonio de todos. Aún así, hay ideas perniciosas y mentes estúpidas que llevan a un turista de la independencia a rasgar un frontal para dejar la huella de sus creencias. No importa cuáles, cuando no respetan a los demás. Y más, como en este caso, rompe la cadena de conocimientos que conectan unas generaciones con otras.
Puede parecer exagerado convertir ese arañazo nacionalista del mural de las ruinas de Petra, en un acto vandálico a la altura de la destrucción de esas grandes obras aquí recordadas, pero no lo es. Muy al contrario, es un pequeño vestigio del vandalismo que lleva dentro toda creencia cuando se pierde en su propio delirio. En este caso, nacionalista. Hoy mismo, veía un pequeño vídeo de dos españolas de turismo en inglaterra donde narran como una familia catalana con niños pequeños, se dedicaba a dejar la marca de su manada con pegatinas de la estelada en uno de los pueblos más hermosos y mejor conservados del sur de Inglaterra.
No respetan nada. Utilizan las instituciones de todos para colgar los símbolos del golpe de Estado; pintan paredes, cuelgan plásticos contaminantes, pintan pasos de peatones, calles y carreteras con el dichoso churro amarillo, destrozan señales de tráfico, y ponen en peligro la conducción convencidos de que su causa lo justifica.
El vándalo que se creyó legitimado para dañar el patrimonio de la humanidad en Petra es la consecuencia de tanta prepotencia, de tanta supremacía, de tanto desprecio a los derechos de los demás. No es casualidad, sólo la consecuencia de una ideología clasista podrida por el odio y la impunidad. No es casualidad, sólo el pus que toda herida infectada acaba por generar. Estoy convencido de que el 99,99 % de nacionalistas nunca haría lo que ese cazurro de Tractoria hizo para vergüenza de catalanes como Sara Montesinos. Como estoy convencido, que sólo se ha llegado a eso, porque antes, toda una red de organizaciones paragubernamentales, instigadas por las instituciones, subvencionadas por el poder, adoctrinadas en las escuelas y envenenadas por los medios de comunicación, les hicieron creer que las calles eran suyas, y ellos el pueblo elegido.
Y después van por la vida de europeos y civilizados.
Antonio Robles
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