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Juana de Arco desde la pira de los contenedores

"En el estallido que estamos viviendo y en los que le precedieron, esta violencia reviste en Cataluña un carácter que la distingue de la que se da en otros puntos de España (el fet diferencial, ya saben)"

Por Antonio Roig Ribé
martes, 2 de marzo de 2021
en Opinión
7 mins read
Juana de Arco desde la pira de los contenedores

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En una conversación de WhatsApp, alguien exclamaba ante una de tantas secuencias de alborotos, violencia y saqueos en Barcelona: “¡Qué fuerte me parece! ¿Qué sociedad de mierda hemos creado?”. Mi primera reacción fue descontarme del plural que mi interlocutora había utilizado. No me sentí corresponsable de esa “creación”. No vi qué vinculo podía unirme a esas escenas, tan ajenas a mi modo de ser y al tono que he procurado dar a mi vida y que he tenido la suerte de disfrutar en mi familia.

Pero la frase quedó prendida en mi memoria y rebotó varias veces por los rincones de la conciencia. Pensé que, como educador, algo de responsabilidad me podría corresponder en la construcción de esta manera de entender la vida colectiva. Y, entonces, recordé un intercambio de artículos aparecidos en El Español hace poco más de dos semanas. El primero del 15/01/2021, era una Carta a un joven postmoderno , escrito por un profesor, DIEGO S. GARROCHO SALCEDO. Me vi directamente aludido en él, por cuanto se refería a la tendencia educativa abocada a construir en los jóvenes una conciencia crítica, como un elemento fundamental de lo que debería ser una persona libre en una sociedad libre. Garrocho nos acusaba (como generación) de haber hecho desaparecer la verdad en el esfuerzo de combatir los dogmas, sembrando la “filosofía de la sospecha”. “Creciste -decía en su carta- educado en un mundo en el que te dijeron que la verdad no existía. Pero, qué demonios, tu dolor actual es absolutamente cierto. Demasiado cierto”.

Unos días más tarde, le contestaba en el mismo periódico otro profesor, JOSÉ MARÍA TORRALBA, remachando la misma idea, aunque ofreciendo una salida. La suya era una Carta a un profesor posmoderno, el 28/01/2021. Decía que hemos fallado a nuestros estudiantes cuando “en vez de enseñarles a pensar por sí mismos, han terminado siendo perfectos escépticos”, porque “si la meta de la enseñanza no es la verdad, lo único que queda son opiniones, más o menos interesantes”. Si a eso se une el tópico muy extendido, pero insostenible, de que todas las opiniones son respetables, tenemos un serio obstáculo para el desarrollo del pensamiento libre.

Pero, amigos profesores, ¿cuántos de nuestros jóvenes han leído a Nietzsche, Foucault, Derrida o Butler…? ¿Cuántos de ellos sufren tanto dolor que les obliga a salir a la calle para expresarlo violentamente? No seamos ingenuos, la Filosofía no tiene la culpa de nada de lo que ocurre.

Los filósofos son muy aficionados a este tipo de reflexiones y creo que se dan demasiada importancia. Son como la mosca de la fábula, que después de haber molestado a las mulas y el carretero durante toda la ascensión, estaba convencida de que el éxito de haber llevado el carro a la cima se debía a su “labor”. Más que agitadores de masas, son jueces o notarios, que extienden certificados de defunción, cuando los hechos ya han ocurrido, y les buscan explicación (el búho de Minerva, Hegel dixit).

Más acertado me pareció, por las mismas fechas, el análisis de JOSÉ MARÍA RUÍZ SOROA que se preguntaba -glosando una obra reciente de BENIGNO PENDÁS- por la paradoja de que, hoy, en las sociedades menos injustas que ha habido en la historia los ciudadanos se muestren despiadadamente críticos con sus estructuras, sus gobernantes y sus instituciones. Todos, y los jóvenes especialmente, “se sitúan ante la sociedad como consumidores insaciables de gratificaciones inmediatas, a las que consideran «derechos», y se hunden en el desconcierto asustado ante las dificultades”. Y, a menudo, ese desconcierto asustado se traduce en agresividad y violencia. “La fragilidad emocional y un acusado infantilismo se imponen en nuestros días”. Pérez Reverte, con su habitual contundencia verbal, lo retrataba muy bien en No hay café, gilipollas.

Confirmado, no me siento responsable de la deriva de nuestros jóvenes catalanes (aquellos a los que mi labor docente hubiera podido afectar. Es cierto que el escepticismo debe administrarse en dosis razonables, pero es una herramienta fundamental del descubrimiento de la verdad. La única forma de descartar lo falso es la duda. Sólo desconfiando incluso de nuestras propias certezas podemos encontrar sus puntos débiles para poder aproximarnos lo más posible a la verdad. De modo que la violencia a la que hemos asistido ya demasiadas veces en las calles de nuestras ciudades no es el resultado de un fracaso del adiestramiento filosófico de nuestros jóvenes en la duda razonable. Es decir: yo no he sido, han sido los enemigos del sistema desde las instituciones; han sido años y más años sembrando mensajes de sospecha, desconfianza, victimismo y odio.

Ha sido esta sociedad muelle que nos convierte en adolescentes perpetuos, desprovistos de toda responsabilidad y de toda obligación, pero que se sienten dotados del derecho a que sus necesidades y caprichos se vean satisfechos sin que ni siquiera haya que pedirlo. Adolescentes maleducados, pretenciosos, altaneros, que no reconocen más autoridad que la de su voluntad y su capricho.

En el estallido que estamos viviendo y en los que le precedieron, esta violencia reviste en Cataluña un carácter que la distingue de la que se da en otros puntos de España (el fet diferencial, ya saben). Nuestros jóvenes no sólo no han sido educados en la práctica de la duda heurística, sino al contrario, han sido objeto de un adiestramiento escolar y ambiental (simbología y medios de comunicación) en los dogmas de un nacionalismo agresivo. Su agresividad no se manifiesta tanto en que incite directamente a la violencia, sino en la radicalidad de los postulados, en su victimismo, en su carácter dogmático y en la negación que implican del Otro. Los dogmas se presentan revestidos de vestigios de prueba y de verdad que jamás se ponen en cuestión. Y los argumentos y pruebas en su contra son cuidadosamente extirpados y ocultados. Es decir, nuestros jóvenes han sido adiestrados en el fanatismo.

Con ese equipaje conceptual, una instrucción defectuosa (vean la pintada de arriba), y el infantilismo, la fragilidad emocional y la falta de resistencia ante la frustración que generan las sociedades acomodadas, tenemos el cóctel dispuesto a convertirse en Molotov. Si, además, nuestras autoridades locales se muestran ambiguas en la condena de la violencia (Ada Colau y compañía), hacen guiños de complicidad (tutti quanti) o desarrollan estúpidas argumentaciones demagógicas para justificar la reacción violenta (Echenique o Jaume Asens), los materiales inflamables se han apilado ya en el escenario. Y si, encima, algunos de los gobernantes de la nación siembran dudas acerca de la solidez y la honestidad del sistema de administración de Justicia (Pablo Iglesias), la mecha está ya prendida.

Parece mentira que todas esas personas que, de un modo u otro, tienen responsabilidades de poder no se den cuenta de que el aliento de la violencia acabará volviéndose contra ellos. La desconfianza hacia la Policía o el Ejército, por ser españoles, ya se ha vuelto contra la Policía Autonómica (por no ser suficientemente antiespañola) y acabará volviéndose contra toda forma de poder o de autoridad.  Ya está ocurriendo.

Dos últimos apuntes. El primero como reflexión necesaria para todos (incluidos los violentos, por si les da por leer, aunque sea en el váter). Los alborotadores son una exigua minoría, comparados con el número de los ciudadanos de Cataluña y, sobre todo, comparados con el número de personas de su edad en esta Comunidad.  Y las minorías tienen derecho a ser escuchadas, pero a nada más. Y, por otra parte, ¿qué Universidad les ha otorgado el título que les permite determinar las verdaderas causas de los males de nuestra sociedad y qué Ley y qué Tribunal les ha concedido el derecho para juzgar a los responsables y la autoridad para determinar su culpabilidad y elegir su castigo?

Y, para cerrar, unas palabras para el artículo de CARLES COLS, Ubú Rey en el Paral·lel, (EL PERIÓDICO, 21/02/2021) en el que se alaban los murales de arte alternativo del parque de las Tres Chimeneas, felizmente emborronados. No es necesario que lo lean, les bastará con un simple vistazo. El artículo en sí mismo constituye una demostración del grado de penetración que las tesis del nacionalismo han conseguido en la sociedad catalana (y parte de la española), incluso entre los supuestamente más preparados.

¿Arte alternativo? ¿Dónde está la iconoclastia en esas obras? ¿Qué es lo rompedor, lo crítico: complacer al poder constituido y a los tópicos sociales de moda o enfrentarse a ellos? ¿Qué es o quién representa en Cataluña el sistema, el statu quo?

¿Qué es más iconoclasta hacer mofa de la momia de Franco o reírse de Quim Torra? ¿Dónde está el mural de estos artistas que represente a Pujol o a Millet con los billetes saliéndoles por las orejas; dónde el de Artur Mas alzando los brazos como Moisés para separar, no las aguas del Mar Rojo, sino la sociedad catalana en dos mitades irreconciliables; dónde el de Puigdemont haciendo un corte de mangas al resto de sus cofrades desde el maletero del coche en la frontera; dónde los colores de las verdaderas mordazas que silencian en Cataluña a quienes no comulgan con el sistema?

Esta duplicidad ambigua del poder en las autonomías, que tanto rendimiento ha producido al nacionalismo, da lugar al gracioso fenómeno de que la mayoría de los quemacontenedores y de sus padrinos se presenten a sí mismos como víctimas. Aparecen como Juana de Arco, mientras actúan como sus verdugos atizando el fuego purificador. Ambos papeles, desde luego, están cargados de épica: una épica de mierda.


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Etiquetas: CataluñaEnseñanzapablo háselViolencia secesionista
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