Viajaba Joseph Roth por una Europa que se encaminaba hacia otra nueva tragedia. Las guías de viajes de los años inmediatamente anteriores al estallido de la Primera Guerra Mundial describían paisajes bellos, trenes, balnearios, lugares de sociabilidad burguesa, vamos, una suerte de Mirablau permanente en una orgía de ingenuidad. Ajenos al mal y al virus que desde finales del XIX se fue introduciendo en la sociedad desde las emergentes ideologías liberticidas de toda suerte, el mundo fue adquiriendo las tonalidades más siniestras del expresionismo.
Guerra, caos, destrucción y división fueron colmatando el espacio público hasta enseñorearse en una esvástica, una camisa negra (como la del vicepresidente en su luto del día 27 de mayo en el Congreso) y la recurrente hoz y martillo. De gules y sable se fue pintado Europa hasta 1945. Después, un supuesto consenso se adueñó de las naciones en una Europa fragmentada ahora no por luteranos y católicos, sino por comunistas de un lado y las democracias liberales de otro con la salvedad hasta los años 70 de España y Portugal.
Desde 1978, en España, vivimos instalados en la superación de varios inviernos y demasiadas primaveras; convocados por odios cervales cada vez más tribales. Unos, los liberticidas, escriben sus “Veladas del caos” a imitación del texto de Veladas de San Petersburgo de Joseph de Maistre, evocando su mundo revolucionario y disolvente; otros, apenas pueden ya esbozar una tímida sonrisa, recluidos en la esquina ideológica que la presión mediática les obliga. Recuerden los funestos días de octubre del 2017 en Cataluña, cuando algunos decidieron hacer de su visión personal del paraíso un imperativo identitario para todos.
Pues hoy, desde el gobierno y sus socios, se nos impone una perspectiva unívoca, un imperativo doctrinal que no puede ser cuestionado, como comenzó a verse en los años finales de la República de Weimar, cuando unos hablaban de “regeneración” y otros decían, bueno, no está mal, omitiendo de manera grosera lo que subyacía a todos los mensajes de un nuevo mañana. Alguno decía que era necesario acabar con el estado actual de cosas para iniciar un nuevo camino. Muchos gritaron desde el exterior y escribieron páginas y páginas sobre un mundo que se estaba perdiendo.
Pero hoy, en medio de una crisis de proporciones groseras para todos, ¿por qué algunos quieren precipitar el final? Recrear la construcción social del mal no puede arrojar sobre las personas nada positivo. Responsabilizar a la oposición de todo, no parece que sea el camino para establecer los consensos de reactivación de la economía y de los valores sociales que debemos compartir, no sea que el virus, además de llevarse por delante la vida de miles de personas, arrase con una forma de entender las relaciones políticas en una sociedad y esta España nuestra sea, como afirma Arcadi Espada en su artículo de ‘El Mundo’, “una patria de mierda” y que, lo que estemos asistiendo no sea al inicio de un proceso de desescalada, sino al final de nuestro modo de constituir una democracia.
Heraldo Baldi
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