En plena crisis de credibilidad y con varios frentes abiertos por su gestión política y los casos de presunta corrupción que salpican a su entorno, Pedro Sánchez ha encontrado en el conflicto de Gaza una tabla de salvación para desviar la atención. El presidente del Gobierno se ha lanzado a una ofensiva diplomática y mediática sin precedentes, situándose como abanderado de la causa palestina, en un intento evidente de ocupar el espacio informativo con un asunto internacional que, aunque relevante, está siendo utilizado como cortina de humo para ocultar sus propios escándalos.
Bajo el pretexto de defender los derechos humanos, Sánchez ha desplegado a sus ministros, portavoces y hasta a su militancia en manifestaciones, discursos y gestos simbólicos. La intención es clara: llenar portadas y telediarios con el drama de Gaza mientras se relega a un segundo plano la realidad política y judicial de nuestro país. Una realidad en la que el PSOE ha impulsado una amnistía sin precedentes, ha concedido indultos a golpistas condenados y ha hecho concesiones continuas a los partidos separatistas que buscan la destrucción del orden constitucional.
Mientras se alza la voz contra Netanyahu, se silencia cualquier debate sobre el deterioro institucional que vive España. La ley de amnistía, aprobada a cambio del apoyo de Junts y ERC para mantener a Sánchez en la Moncloa, ha sido el mayor ataque al Estado de derecho desde la transición. Lejos de buscar una reconciliación nacional, esta medida ha legitimado la deslealtad y ha humillado a los jueces que defendieron la legalidad democrática frente al procés.
Pero el presidente no solo intenta tapar su cesión al separatismo. También busca enterrar bajo toneladas de declaraciones internacionales los graves casos de presunta corrupción que afectan al PSOE, a su propio entorno familiar y al núcleo del Gobierno. Investigaciones judiciales abiertas por tráfico de influencias, contratos irregulares y trato de favor a empresas cercanas están poniendo en entredicho la imagen de un Ejecutivo que presume de transparencia, pero que se niega a dar explicaciones.
En lugar de comparecer y rendir cuentas, Sánchez ha optado por proyectar su liderazgo en el ámbito internacional, confiando en que la atención sobre Gaza le proporcione una tregua política. Ha convertido el sufrimiento de los palestinos en un escenario propagandístico desde el que lanzar mensajes de superioridad moral, intentando presentarse como el líder europeo más valiente, mientras su país se tambalea por dentro. La diplomacia se convierte así en una herramienta al servicio del marketing político.
Los actos convocados por organizaciones afines al PSOE y por sectores de la izquierda radical están siendo utilizados como termómetro de apoyo popular. Se moviliza a los fieles, se exhiben pancartas y se buscan imágenes para consumo interno, no para cambiar la política exterior de la Unión Europea. Todo está calculado para que el debate público gire en torno a Israel y Palestina, en lugar de a los problemas reales de los españoles: el desempleo, la inflación, la inseguridad o la pérdida de confianza en las instituciones.
El uso partidista del conflicto de Gaza también busca cohesionar a una izquierda dividida, desorientada y debilitada por los escándalos de gestión, como la de la ley del «sí es sí» y las pulseras telemáticas para víctimas de violencia de género. En ese sentido, el Gobierno intenta recuperar una causa movilizadora para distraer a sus bases de los pactos con Puigdemont, de las concesiones presupuestarias a Bildu, y de la falta de rumbo económico. Se apela a la emoción internacional para evitar asumir responsabilidades nacionales. Se agita el antiamericanismo y el antiisraelismo mientras se oculta la ineficacia en sanidad, vivienda o educación.
En definitiva, Pedro Sánchez ha convertido el drama de Gaza en una operación de distracción política. Mientras se proyecta como líder global comprometido con la justicia, se esfuman las exigencias de rendición de cuentas y se anestesia a la opinión pública. El precio de esta estrategia es alto: se instrumentaliza una tragedia humanitaria para fines partidistas, se degrada aún más la política exterior española y se deja sin respuesta a millones de ciudadanos que ven cómo se desmantelan los pilares del Estado de derecho sin que nadie en el poder mire hacia dentro.
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