En una de las celebradas sesiones de control al gobierno de Sánchez (como acostumbra a escribirlo Arcadi Espada) se produjo uno momento “piolín” cuando el presidente, embarcado en la campaña 2022 de arqueopolítica, marcó distancia “moral” con el PP indicando que, como respuesta a la deriva disolvente de Cataluña en 2017, se enviaron “piolines”. ¡Sí, piolines! Como afirma Arcadi Espada en su columna en El Mundo del día 19/05/2022, “ni un lapsus, ni una asociación equivocada, ni un desvarío sinecdótico: una convicción purulenta que estalló con la naturalidad que le procura su acné cognitivo y moral”.
Porque, es, precisamente de moral, de lo que debemos hablar con más frecuencia. Durante el desarrollo de los acontecimientos de 2017, la Policía y la Guardia Civil velaron por el estricto cumplimiento de la ley. Que se asuma esta verdad absoluta como un problema o una negligencia, proyecta una visión muy particular sobre el ejercicio de la política y las virtudes públicas que deben presidir la acción de gobierno. No es que se deba exigir al político una poética de la ética o de la virtud, basta con que sea capaz de mantenerse en un cierto rango de decoro. Pero no, hay algo que impulsa al político hacia el sofismo y que compromete a la verdad.
Miente el sofista; falta a la verdad con la única obsesión de usar el piolet no ya contra Trotsky como un Ramón Mercader redivivo, sino contra la sociedad que contempla cómo la política y los valores públicos se degradan segundo a segundo. La pasión con la que la verdad es pisoteada por parte de algunos políticos, tertulianos y todólogos varios, constituye en sí misma una concepción del poder y del ejercicio de éste.
El criterio que empuja este modus es aplicar la idea de que la verdad pertenece a los pensamientos y no a las cosas mismas, así se puede hablar de una verdad relativa, una verdad concreta o la más interesante a los ojos de la vida política española, el criterio de verdad. La verdad parece asimilar una idea con un objeto, por lo que cualquier cosa puede servir para construir esa verdad. Como consecuencia de ello, y en los últimos años, se ha instalado en España una forma de concepción del poder, según la cual, éste –el poder– se conforma en un mandato de legitimación permanente mediante un uso moralmente cuestionable de la verdad, lo que convierte la vida política en un modus vivendi consistente únicamente en sobrevivir un día más en el despacho, aunque, fuera, los tanques estén derribando las últimas defensas de la Cancillería.
No es este hecho un patrimonio de unas siglas concretas, por el contrario, todas las fuerzas políticas que existen en España se afanan en conformar una regla en torno al uso de la verdad que es presentada a los fieles como una revelación. Este hecho hace que las palabras del político actúen para el ciudadano de dos modos: o bien interfiere en las emociones inmediatas; o se convierte en esencia teológica de las ideologías particulares.
Sin embargo, la dimensión más preocupante para el ciudadano es cómo se ha ido tejiendo una nada sutil profanación de los elementos constitutivos de la política. Para este proceso, se ha primado la construcción de un idioma sobre el presente que se base en la imposición de una memoria. Asumir las reglas que definen el lenguaje actual nos ha llevado a tomar como normales palabras tales como: Piolín, independentistas, conflicto vasco, nacionalismo español, cloacas, corrupción, Régimen del 78, espionaje y un largo etcétera de términos que alcanzan la dimensión de significantes sociológicos para declarar un estado permanente de excepción. Pregunten, pregunten a las personas nacidas en los 80, 90 y los 2000 y verán cómo, pese al desconocimiento inicial, esas palabras tienen todas ellas, connotaciones de indiscutible polémica social y, ya metidos en faena, prueben también a proponer a esa persona menor de 40 años que exprese una opinión que no nazca de un estado de opinión mediatizado.
Sin trampas ni lecturas de contracubiertas de libros, la persona responderá que en España no hay democracia; que hay que cambiar y que la excepción hispana debe acabar. Para esos jóvenes, muchos de ellos practicantes del adanismo, la democracia no es un valor como tal sino un artificio retórico, una combinación de votar en un concurso de la tele, una asamblea o unas elecciones municipales o generales. Para ellos, la verdad es un lujo de épocas pasadas. No hay que ser un apocalíptico declarado para percibir que, hoy en día, nuestra democracia constitucional y nuestra Monarquía parlamentaria están encerradas en un castillo controlado por perezosos cancerberos. Porque sí, seamos realistas, el objetivo buscado o hallado, es fijar la idea de que, en España, todo cuanto ocurre es una anomalía.
Desde su historia hasta su presente, ese que es interpretado, constantemente como la consecuencia directa de una mala gestión de lo político desde 1978. Se trata de un paradójico idealismo en el que la supervivencia del marco mental de algunos sectores políticos está basada en el apelo al instinto primario derivado de la emoción de pertenencia, para lo cual se asume, como normal, que la emotividad está por encima de la ley. Este recurso social es situado más allá de cualquier ética universalista y permite tomar la realidad en migajas. Retazos de realidad que impiden contemplar la complejidad de los fenómenos y garantiza el triunfo del maniqueísmo, puesto que, colocados ante la tesitura de elegir entre libertad y felicidad, todos los seres humanos optan, como la historia demuestra, por el engaño de la segunda frente a las exigencias éticas y morales que impone la, siempre rentable, aunque lenta, práctica de las virtudes.
Pongamos pues algo de cordura en este populismo emocional que se ha parecido instaurar en España y que compromete la esperanza en un presente y futuro basado en la libertad y el mantenimiento de los lazos que estructuran toda sociedad y que nacen de la obligación de conservar aquello que nos vehicula como sociedad y fijemos nuestra atención en desentrañar los elementos perniciosos que los contextos políticos que vivimos (guerra, pandemia, milenarismo, populismo) nos imponen. Frente a la nostalgia de revolución permanente que algunos promueven y para evitar el tedio que esto provoca, busquemos un compromiso de defensa de la libertad que evite que el espacio de la razón desaparezca.
No hay que ser connivente con aquellos que detestan la verdad, puesto que el peor enemigo de ésta no lo conforman, paradójicamente, aquellos que la manipulan, sino que el riesgo está en los que abandonaron la noble pasión de su defensa por un Gin tonic en el Círculo Ecuestre. La indolencia de algunos, más tarde o más temprano, termina por comprometer la herencia de Locke, Tocqueville o Roger Scruton.
José Antonio Guillén Berrendero
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