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La fuerza del desatino

Por Santiago Trancón Pérez
martes, 12 de marzo de 2019
en Opinión
3 mins read

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España sentenciada

Marx trató de demostrar que las ideas son construcciones mentales cuyo origen hay que buscarlo en las condiciones materiales. La superestructura ideológica, por definición, se levanta sobre una estructura material previa. La teoría tiene consistencia lógica, pero eso no basta para otorgarle la condición de científica.

Si observamos la realidad y repasamos la historia, este determinismo causal resulta indemostrable. Colocar por un lado las ideas (tanto da que sean racionales o irracionales) y por otro las condiciones materiales (económicas, productivas), puede resultar práctico, pero nos impide alcanzar una explicación satisfactoria de lo que realmente ocurre en la sociedad y la historia.

Se observamos la realidad de los hechos, es imposible sustraernos a la sensación de desorden e improvisación que muchas veces presenta, ajena a la concatenación lógica de las causas. Nos llama la atención, además, la dinámica interna de las construcciones mentales y su relativa independencia de las condiciones económicas. Pero sobre todo nos sorprende la fuerza de las ideas absurdas, irracionales, disparatadas. La historia es, en gran parte, el desarrollo de un desatino, especialmente en los momentos críticos. Podríamos hablar, no de la “fuerza del destino”, sino del “poder del desatino”.

El pasado viernes se presentó en la Casa de León de Madrid el libro “Los judíos y España después de la expulsión”, del leonés Isidro González, el estudio más importante y documentado sobre las complejas y tortuosas relaciones entre judíos y españoles a lo largo de los últimos cinco siglos. Imposible entender la historia y la cultura de España sin tener en cuenta la influencia judía en todos los ámbitos. El tema ha cobrado especial interés a raíz del separatismo, que ha alentado el resurgir de la leyenda negra, uno de cuyos pilares es la expulsión de los judíos y la actuación de la Inquisición, paradigma caricaturesco de “lo español”. El libro de I. González, entre otras virtudes, demuestra lo infundado de esa leyenda.

En el animado debate que siguió a la presentación, estuvieron brillantes mis colegas de mesa, José Andrés Gallego, Pedro Insua y el autor, que nos dejó con ganas de más, conocedor como es de los entresijos de esa historia de amor y odio entre judíos y españoles que ha llegado hasta hoy. Yo al final esbocé una reflexión, que ha dado pie a este artículo: el antijudaísmo encontró un fundamento sin el cual seguramente hubiera carecido de la fuerza y el arraigo que ha mantenido durante tantos siglos: la acusación de deicidio.

El “deicidio” es una construcción imaginaria disparatada, no sólo por carecer de cualquier fundamento histórico, sino por el concepto en sí mismo. “Matar a Dios” es algo absurdo y de una incoherencia, además, insostenible, porque resulta que gracias a ese hecho, toda la humanidad se ha librado de una condena eterna.

Los supuestos autores, lejos de convertirse en la “raza maldita”, deberían ser considerados un instrumento necesario en manos de Dios a los que habría que agradecer, en último término, su salvadora intervención. Pero ahí está esta terrible acusación, como roca indestructible, atravesando los siglos, hasta encontrarla en los discursos de curas y obispos durante la “cruzada” de nuestra última guerra civil, como bien recoge I.González en su libro.

El desatino, sí, convertido en una construcción mental, simbólica y lingüística, puede adquirir una fuerza poderosa, y poco importa su incoherencia, su irracionalidad o su naturaleza imaginaria. No somos seres racionales, sino delirantes, y sólo nos libra del desastre definitivo el intento de controlar la propensión al desatino, una tarea hercúlea, pero de la que depende nuestra supervivencia. Ya lo vio así Cervantes, quien dijo que su mayor logro literario había sido el “mostrar con propiedad un desatino”. No otra cosa hizo don Quijote, sino mostrar con propiedad su propio desatino y el de los demás, para así tomar conciencia de él y controlarlo.

Mostrar con propiedad, por ejemplo, el desatino separatista, ya que no está en nuestras manos el impedir el delirio (por sí mismo contagioso), sino sólo el controlarlo y estar vigilantes, porque nada más fácil que pasar de un desatino a otro. Apliquen mi teoría a los avatares, cambalaches y tropelías del momento político actual, y díganme si no perciben esa fuerza cegadora del desatino agitando neuronas, gestos y palabras, profiriendo anatemas y acusaciones de “deicidio”. O simples disparates. Vean cómo la ministra Celaá se despidió el otro día, el de la gran ostentación feminista: “Espero que ustedes pasen, ustedes, vosotros y vosotras, ustedes, ellos y ellas, un buen día”. ¡Qué grande, Cantinflas!

Santiago Trancón Pérez

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