La reciente edición de la Vuelta Ciclista a España ha dejado un poso amargo que va más allá del ámbito deportivo. Los incidentes registrados en varias etapas, especialmente en su paso por Madrid, han colocado el foco sobre el Gobierno de Pedro Sánchez y su forma de gestionar un evento internacional de primer nivel.
Lo que debía ser una gran fiesta del deporte se convirtió en escenario de protestas, caos organizativo y tensión creciente, alimentada por un boicot alentado desde sectores de la ultraizquierda propalestina con la connivencia del propio Ejecutivo central. Miles de activistas tomaron las calles en medio de un dispositivo policial claramente insuficiente, dando una imagen de improvisación y permisividad que ha dañado la proyección internacional de España como país organizador de grandes competiciones.
Las escenas de bloqueos, pancartas sobre el recorrido y altercados con ciclistas y personal de la organización han sido ampliamente difundidas por medios internacionales. La imagen de descontrol y falta de seguridad ha provocado preocupación en federaciones deportivas, patrocinadores y organismos internacionales que evalúan la idoneidad de España como sede de futuros campeonatos. El coste reputacional es evidente: cuando un país no garantiza la seguridad y la neutralidad en la celebración de un evento deportivo global, su credibilidad como anfitrión se resiente de forma inmediata.
Lo más preocupante es que este deterioro no parece fruto de la casualidad, sino de una estrategia calculada desde Moncloa. El Gobierno ha optado por permitir y hasta alentar protestas de carácter político en medio de una competición internacional, pese a los avisos de la organización sobre los riesgos que ello suponía. La decisión de no reforzar el dispositivo policial, a pesar de conocer la magnitud de las movilizaciones convocadas, evidencia una dejación de funciones en materia de seguridad que ha comprometido el prestigio del país ante el mundo.
Lejos de asumir responsabilidades, Pedro Sánchez ha intentado utilizar los incidentes de la Vuelta para desviar la atención de los múltiples escándalos que acechan a su entorno más cercano. Las investigaciones que afectan a su esposa, las sospechas sobre contratos públicos y las causas judiciales que salpican a altos cargos de su partido han marcado la agenda política de las últimas semanas. Ante este contexto adverso, el presidente ha buscado reorientar el debate público hacia las protestas, presentándose como garante del derecho a la manifestación y obviando el daño causado a uno de los principales escaparates deportivos de España.
La maniobra no solo ha sido evidente para la opinión pública nacional, sino también para los medios internacionales, que han interpretado la permisividad del Gobierno como un intento de utilizar la Vuelta como cortina de humo. En lugar de consolidar la imagen de España como país fiable y seguro para albergar grandes eventos, el Ejecutivo ha transmitido un mensaje de inestabilidad política y falta de control institucional, justo lo contrario de lo que demandan los organizadores de competiciones de primer nivel.
Este episodio deja a España en una posición delicada de cara a futuras candidaturas para acoger grandes citas deportivas. El Comité Olímpico Internacional, las federaciones de atletismo, natación o fútbol y los principales patrocinadores internacionales exigen garantías de seguridad, neutralidad y estabilidad. Tras lo ocurrido en la Vuelta, esas garantías parecen haberse debilitado seriamente, y el Gobierno de Sánchez es visto como un factor de riesgo que podría comprometer cualquier gran evento en el país.
La instrumentalización de una prueba deportiva histórica para fines políticos cortoplacistas supone una irresponsabilidad de gran calado. Sánchez no solo ha puesto en riesgo la reputación de España, sino que ha trasladado a la comunidad internacional la imagen de un país incapaz de separar el deporte de la agitación callejera y de las luchas partidistas. Ese tipo de señales tardan en borrarse y pueden tener consecuencias durante años.
Mientras el presidente trata de sortear las sombras de corrupción que se ciernen sobre su Gobierno, la factura por el deterioro de la imagen internacional de España comienza a crecer. Lo ocurrido con la Vuelta Ciclista es un aviso serio: ningún país puede aspirar a ser sede de grandes competiciones si no protege sus eventos del uso político y de la protesta incontrolada. España, bajo Sánchez, ha fallado en ambas cosas.
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