Los nazis marcaban a los prisioneros de los campos de concentración con triángulos y estrellas de hasta ocho colores distintos para indicar las razones por las que estaban allí (las estrellas de los judíos eran muy amarillas), además de siglas para denotar su país de origen.
Pero del mismo modo que no procede ya basar en la raza el hecho diferencial catalán (por muy “innegable” que éste sea… y por mucho que eso “justifique” la necesidad de secesión política…), tampoco se puede ir hoy en día marcando a los demás con similares símbolos (a pesar de lo que les gustaría hacerlo; y aquí no pongo comillas ni puntos suspensivos porque no hay ironía, de hecho ya ha visto usted cómo sí se marcan portales, establecimientos comerciales, etc.).
No ha debido quedar, pues, más remedio que señalar diferencias entre personas marcándose los separatistas a sí mismos. Ha venido bien el tema de la solidaridad con los que llaman “presos políticos” (otro asunto cualquiera habría valido) porque ha dado pie al lacito amarillo que, en la práctica, indica pasión general por el independentismo del individuo que luce uno (el tamaño, por cierto, aquí es importante).
Así se identifican entre ellos y ante los que no somos como ellos (gracias a lo cual nosotros podemos saber enseguida con quién estamos hablando y datos sobre su higiene mental, con lo que se ahorra bastante tiempo y energías).
Tras marcar las personas, ahora parece que procede marcar territorio (como hacen los perritos, con perdón). Ya son suyas no sólo las calles (avenidas y plazas) sino ciertos edificios oficiales y las playas, en las que simulan cementerios con cruces amarillas.
Deduzco, por otra parte, que la carencia de higiene mental conduce como un tobogán a la carencia de gusto estético, y no es sólo por la conexión necrológica: la profusión de lazos y cosas amarillas por doquier en el espacio público (que saturan impunemente pero que es de todos) está haciendo odioso ese color a los demás.
Dos artículos dediqué a demostrar que no se trata de “presos políticos” (octavo y noveno); y no insistiré aunque no deben haberlos leído. Tampoco han leído al filósofo del s.XVII, Baruch Spinoza, judío holandés de origen español, que tanto se resistió a que los intérpretes de la ortodoxia mandasen sobre las mentes.
Para él, “cada individuo debe pensar y opinar con libertad, pero no puede obrar según su antojo”; lo que encaja con las libertades de pensamiento, palabra y obra que traté en el artículo noveno y, sobre todo, con la Constitución como quedó entonces demostrado (también nos enseñó Spinoza que guiarse por la razón es ser más libre; que sin el Estado sólo existe la ley de la selva; que el deseo no está por encima del derecho; que el poder de la ley es una barrera frente al dogmatismo, que éste no conduce sino al totalitarismo; y que ante las pasiones la ética se esfuma… ¡casi nada… y en el XVII…!; merece la pena releerlo con calma, amigo).
Se habla menos últimamente del famoso “hecho diferencial”, pero creo evidente que está en el núcleo de todo el problema originado, de todo el “procés” emprendido y de todo el supremacismo alcanzado. En la dimensión exterior –entre grupos sociales-, siempre hemos dicho que “el derecho a la diferencia no debe implicar la diferencia de derechos” y es bien cierto (esta sola consideración ya desmonta todo el tinglado).
Hoy, recordando la vida de Spinoza, me gustaría resaltar la dimensión interior –dentro del grupo social-, y diría algo así como que “el derecho a la diferencia sólo es libertad si está asociado al derecho a ser uno diferente a su propia diferencia”, parece rebuscado pero se entiende enseguida si se relee pensando, por ejemplo, en los catalanes comprometidos en la causa de Societat Civil Catalana, que nos negamos a ser esclavos de la diferencia que se nos quiere imponer.
Es gran falsedad eso de que hay un “sol poble català” y los que ponen las cruces son tan borricos que siguen sin quererlo constatar; deberían sustituir el lazo amarillo de la solapa por un borrico como los de los maleteros de sus coches para retratar mejor aún el estado mental en que se encuentran. Decía Cicerón que todo está lleno de tontos (“Stultorum sunt plena omnia”; él lo dijo en latín y suena como a Òmnium Cultural… ¿verdad?) pero la misma idea la encontramos en textos de Baltasar Gracián y Einstein, así como en infinidad de proverbios y refranes.
He dicho que es gran falsedad y no gran mentira porque en muchos casos no se trata de mala voluntad sino de simple estupidez o de pereza mental, en definitiva: incapacidad para pensar por uno mismo. Nuestro amigo Spinoza ya decía que lo de pensar era un vicio imperdonable en una sociedad que, como la de ahora, se rendía con facilidad a los líderes dogmáticos.
Así que, no en el caso de los líderes sino en el de sus ciegos seguidores, esta explicación me convence más que la de la inmoralidad (estúpidos, ignorantes o perezosos mentales versus mentirosos). Hay un principio que es conocido como “la navaja de Hanlon” y que se enuncia así: nunca atribuyas a la maldad lo que pueda ser explicado por la estupidez.
Y no le dé usted más vueltas al asunto; no busque complejos argumentos que expliquen de modo milagrosamente fácil la fe en la causa del “procés” y el consiguiente voto secesionista; aplique usted otra navaja mucho más famosa que es “la navaja de Ockham”: a igualdad de condiciones, la explicación más sencilla es la más probable. Es una cuestión de mera estulticia; revestida, eso sí, de lo contrario.
Lo vengo diciendo desde el primer artículo de modos diversos, de modo que no puede usted sacarme a relucir “la navaja de Hitchens”: la carga de la prueba de una afirmación hecha en el transcurso de un debate, recae en quien la realiza; o al revés: lo que se afirma sin pruebas, puede desestimarse sin pruebas.
¡Mal asunto! (como se dice en mi pueblo, “malament rai!”): hoy hemos empezado con lacitos amarillos y hemos acabado “a navajazos”. Que tenga una buena semana.
Por Ángel Mazo
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