Mi título de hoy es contradictorio pues no parece preciso explicar lo que, por definición, no tiene dificultad en ser entendido. Además de ser innecesario –en principio, claro-, ponerse a hacerlo es muy difícil, porque exige recurrir a una base lógica, muy básica y muy lógica, asentada a tal distancia que uno se resiste a cubrirla. Así, cuando se trata de explicarle lo obvio a un niño una y otra vez, muchos padres acaban en el clásico “porque lo digo yo”, expresión que en ciertos ámbitos (que usted ya imagina, y más en la actualidad) resulta ser el paradigma perfecto de lo políticamente incorrecto, pero es que… “los hay que son como niños”… y usted lo sabe.
Los hay que son como auténticos niños; no entienden o no quieren, no han abandonado aún la bien conocida “etapa de la negación” por la que todos pasamos entre los dos y los cuatro años. Se nota enseguida porque su palabra preferida es “no” y de ese modo, al separarse del adulto, encuentran su identidad. A algunos les dura más tiempo encontrarla y siguen diciendo “no” a todo y mostrando un comportamiento general que exige explicaciones de lo obvio en cualquier tema.
Psicológicamente, el fenómeno tiene su importancia y ha sido estudiado de sobras pero, como es lógico, esto no impide que siga ocurriendo y así nos vemos… Ahora bien, se pasa ya de lo psicológico a lo patológico cuando la edad del niño alcanza valores claramente adultos, más aún si al niño se le otorgan cargos relevantes de la administración pública y con ello adquiere responsabilidades que no va a poder cumplir adecuadamente; fingirá que lo hace escogiendo sus “noes” y mostrándose –ante los otros niños de la guardería- perfectamente firme en sus principios, como si fuera adulto (un adulto aún en busca de su identidad). Por ejemplo: no saludando a la llegada de un visitante… o incluso desapareciendo al rato porque tiene algo más importante que hacer según su particular escala de prioridades… Caprichitos por encima de responsabilidades, su ego sobre la representación de millones de otros egos. Me sigue, ¿verdad?.
Los psicólogos nos enseñan que, mientras el niño permanece en esta etapa, no es bueno ignorar sus palabras, por repetitivas que sean, incluso cuando sus manifestaciones no sean del todo pacíficas y festivas, pero tampoco se le deben conceder todos sus deseos porque acaba siendo el dictador (bajito) de la familia. Los juicios de los padres sobre él son esenciales para que deponga su actitud; hay que mantenerse firme, tan repetitivo como él transmitiéndole enseñanzas y ejemplo, serenidad ante todo. Explicarle lo obvio aunque canse, ponerle unos límites para que se mueva en su autonomía pero siempre dentro de lo que es posible y nunca más allá. Vendrá a continuación la rabieta, pataleará, se tirará al suelo en la misma acera, o en la calzada, gritará, llamará con todo ello la atención de los extranjeros (perdón, quise decir “de los extraños”), pero con firmeza es como se le ayuda a distinguir entre “la” realidad y “su” ficción; calma…, paciencia…, hay que pensar que esos sentimientos del niño no hacen sino producirle un gran malestar interior y que es a base de pequeñas dosis de frustración como el niño acaba cayendo solito en la cuenta de que la naturaleza de sus caprichos no está en línea con lo verdadero.
Algún filósofo famoso (no recuerdo quién) dijo que “lo obvio es lo más difícil de explicar” y, aunque decía yo antes que no parece preciso, la historia demuestra que siempre lo ha sido. Debe ser que, a causa de la naturaleza humana: por tener distintas capacidades y méritos, unos han llegado más lejos que otros en la búsqueda de la verdad y, aún sin tocar ese infinito, sí han alcanzado la visión de “lo obvio”. (Me acuerdo ahora de la fábula de aquel otro niño al que llamaban tonto porque por las noches se dedicaba a tirar guijarros a la luna pero su “inútil” entrenamiento le permitió ganar el campeonato del pueblo de lanzamiento de piedras. “Pon alta tu diana”, recuerdo que se titulaba).
Explicar lo obvio es, en el fondo, lo que hace un juez: indaga pruebas hasta llegar a la realidad más próxima posible a la inalcanzable verdad absoluta, y su sentencia pretende mostrar esa obviedad que el acusado suele resistirse a reconocer. Admirable profesión la de juez. De forma mucho más modesta y temeraria a la vez, eventualmente otros intentamos también explicar lo obvio. Así, en esta serie de artículos he hablado de lógica, progreso en la historia del pensamiento, derecho nacional e internacional, propaganda política, adoctrinamiento en escuelas y medios de comunicación social, psicología grupal y manipulación de masas, identidad y violencia, pensamiento dicotómico, construcciones intelectuales y tergiversación de la historia, razones y emociones… Explicar lo obvio: cada obviedad me inspira (me da ideas), con cada explicación espiro (las insuflo), pero también expiro (muero) un poco porque esta tarea, primero, mueve a pereza y, luego, agota.
Me consuela y anima, sin embargo, el magnífico ejemplo de nuestro rey (bien puede España presumir de él en el mundo), que no se cansa de explicar lo obvio ante el creciente número de personas que lo necesitan, en mi tierra y en las tierras hermanas. Sus últimos discursos no hacen sino cubrir la distancia que decía antes, volver nuestras miradas sobre lo fundamental, recurrir a lo más esencial y básico, recordarnos nuestra capacidad para superar los problemas más difíciles, devolvernos a los axiomas más conocidos, hablarnos de convivencia, de entendimiento, cohesión y progreso… y siempre de modo perfectamente entendible por más que el estilo de todo monarca haya de emplear palabras abstractas (la noche del 3 de octubre de 2017, no hubo más remedio que concretar que habían sido los líderes del intento secesionista quienes habían originado el problema quebrantando el Estado de Derecho y dividiendo a los catalanes… obviedades también, concretas por una vez, necesariamente esa vez).
Hace unos días, cuando Felipe VI recibió el “World Peace and Liberty Award” (que otorga la Asociación Mundial de Juristas), “nos tuvo que enseñar” que:
- Democracia y Estado de Derecho son realidades inseparables, pues crean el único espacio en el que puede vivir la libertad y el único marco en que puede desarrollarse la igualdad.
- Defender la democracia ha de ser defender al mismo tiempo el Estado de Derecho.
- Sin democracia, el derecho no sería legítimo; pero sin derecho la democracia no sería ni real ni efectiva.
- No es admisible apelar a una supuesta democracia por encima del derecho, pues sin el respeto a las leyes no existe ni convivencia ni democracia, sino inseguridad, arbitrariedad y, en definitiva, quiebra de los principios morales y cívicos de la sociedad”.
- Etc.
Frente a la acusación independentista de que se usa el derecho para entorpecer la democracia, la obviedad de que es en nombre de la democracia –supuestamente- como se viene conculcando el derecho. Mientras una acusación debe ser demostrada, una obviedad se abre paso sola (como eso de que “preso político” es una opinión que han de defender, si pueden, mientras que “político preso” es un hecho irrefutable). “Ahí lo dejo…”, acabaría un castizo; yo sigo un poco más.
Hay quien trata de asimilar el viejo dilema del huevo y la gallina a esta tensión, si debe estar por encima la democracia o el derecho, pero mientras desconocemos la primera respuesta por natural y antigua, bien sabemos la segunda por humana y reciente. Como en salud: para estar bien conviene hacer ejercicio, pero eso supone esfuerzo y agujetas; disfrutar de democracia supone respetar el derecho. Ya dice nuestro rey que son “realidades inseparables”. Tienen que serlo y, si me fuerza usted a decir dónde es más típico o tópico ver cada uno, diré que la democracia en amplias avenidas y el derecho en incómodos banquillos…, pero sólo si me fuerza usted, no lo haga que aquí se acaba el folio.
Por Ángel Mazo
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