Desde el principio de esta serie de artículos, habrá visto usted que me apasionan los temas relacionados con la mente. Me encantaría poder acertar a analizar todo con una lógica absoluta, implacable, incontrovertible, que, al ser compartida con los demás, no fuese refutada y convirtiese a todos a lo que sería, como decía Machado en sus geniales versos, no “mi verdad” sino “la verdad”…, y les desanimase de seguir por otros derroteros. Cuando hablo de lógica me refiero a ese método de razonamiento que consiste en un encadenamiento de ideas que es coherente porque no presenta ni siquiera una mínima contradicción que rompa el hilo en alguna parte y, así, lo pervierta e inutilice. Hoy le propongo un juego: yo desarrollo uno de estos hilos y usted me dice dónde se rompe; ¿acepta? (iba a ir poniendo referencias a comentarios de mis artículos anteriores, pero he desistido porque hacía farragosa la lectura; usted los recordará enseguida). Voy ya:
Tradicionalmente, se considera la naturaleza compuesta por tres reinos: el animal, el vegetal y el mineral. El hombre pertenece al reino animal, que está compuesto, a su vez, de subgrupos distinguibles (vertebrados, invertebrados, etc.).
El hombre se parece más a los animales más próximos a él en la clasificación (vertebrados, mamíferos placentarios, etc.), se parece en que también siente; y se diferencia de ellos en que, además de sentir, piensa.
En la medida en que la proporción sentimientos/pensamientos que incorpora cada hombre concreto se decanta más por un lado u otro, es más parecido al animal o más distinguible de él.
Pero el hombre procede del animal; así, cuanto más parecido a él es, más primario demuestra ser. La evolución del pensamiento humano a lo largo de la historia presenta un claro progreso debido a que los pensamientos de muchos hombres se han construido sobre la base de los pensamientos de predecesores suyos.
Si no ha progresado más el pensamiento es porque el hombre está limitado (al igual que no es omnipotente, no es omnisciente… pero mi hilo discursivo no sigue hoy por ahí).
Está claro que (nacimos así) disponemos de inteligencia para analizar la realidad que nos rodea; no usar aquélla para entender ésta y relacionarnos mejor con ella, sería un contrasentido.
La primera constatación que hacemos todos es la de que la realidad es muy compleja y, consciente o inconscientemente, nos vemos incapaces de abarcarla por completo (hay quien no se ve así, no obstante).
Pero además de inteligencia, hemos sido dotados de voluntad. La voluntad es (generalmente…, pues también hay quien quiere otras cosas) la de entender por completo la realidad pese a que la inteligencia no llega tan lejos.
La única salida al problema es traducir la descomunal dimensión de la realidad a la limitada dimensión de nuestros cerebros, es decir: simplificar aquélla para hacerla digerible y tranquilizar las inquietudes de la voluntad.
Pero simplificar es, en buena medida, perder alguna parte de la realidad, y es renunciar a pensar más. Por el contrario, seguir pensando es vestir el debate, enriquecerlo y continuar progresando.
Simplificamos (y nos tranquilizamos) cuando etiquetamos a nuestros semejantes diciendo: “¿Ése?, ése es de derechas, o es un rojo, es un botifler españolista, es un catalán separatista, un ateo, un beato…”.
Simplificamos (y nos tranquilizamos) cuando manifestamos que algo no tiene remedio, o que tiene una muy fácil (siempre salomónica) solución.
Simplificamos (y nos tranquilizamos) cuando nos abandonamos al pensamiento dicotómico y hacemos de toda cuestión mundos en los que sólo hay extremos (blancos y negros, ningún gris).
Simplificamos (y nos tranquilizamos) cuando nos dejamos llevar por la tendencia mental (¿natural?) a convertir pequeñas diferencias en abismales oposiciones binarias.
Si miramos el mundo geográficamente como lo ve un astronauta (una pequeña Cataluña dentro de una pequeña España), históricamente como lo ve un filósofo (la pertenencia a un mismo occidente, esa evolución del pensamiento humano que decía antes, la influencia de una misma religión durante tantos siglos, etc.), sociológicamente como lo ven un lingüista y un antropólogo (una lengua compartida y otra más del mismo tronco latino, una misma raza), éticamente como lo ve un hombre intelectualmente honrado y moralmente bueno (no desarrollaré este punto)…, mirando así apreciaríamos: radicales diferencias entre el hombre y los demás animales, escasas aunque notables diferencias entre los hombres de distintas civilizaciones y épocas, e irrelevantes o nulas diferencias entre los habitantes de hoy en Fraga y en Alcarràs, o incluso Cuenca y Gerona, por utilizar ejemplos de semanas anteriores.
Ergo… magnificar (y después tratar de explotar políticamente) estas mínimas diferencias y potenciar los sentimientos que se hacen brotar en base a esas diferencias, no es intelectualmente honrado ni moralmente bueno; es “simplificar a sabiendas”, o sea: querer pensar deficientemente, o sea: ser más primarios, o sea: parecernos más al animal.
Pertenecemos al mismo reino, me refiero al reino animal y también al reino de España (no me compete a mí especular sobre la posible pertenencia común, un día, al reino de los cielos…); pero, a lo que voy, ¿dónde está, pues, la bestia?
En 1880 (no sorprende la época), se puso música al himno de la Virgen de Montserrat -el conocido “virolai”- que escribiera antes Jacinto Verdaguer (oriundo de un pueblo vecino al mío); en él, le pedía que iluminase “la catalana tierra” (en este orden para rimar con “morena de la sierra”). Así lo cantaba yo de niño pero entendía “luz” como “favor”, no “clarividencia” como me siento tentado a imaginar ahora. 138 años después de estrenarse el precioso himno, así se sigue cantando. Tal vez hoy le hubiera puesto Mossèn Cinto un sonoro “amén” justo a continuación de aquel verso pidiendo luz. Alguno me dirá que no habría hecho tal cosa…; con la lógica que está de moda, desde luego que no. Por cierto, de Balmes, aún más paisano mío, (ni de Sert) apenas se habla; debe ser que no conviene.
¿Lo ve?, simplificar implica silenciar (desdeñar pedazos de memoria y realidad), y renunciar a pensar…, y a progresar desde la animalidad hacia la humanidad. ¡Qué pena se desprende de la frase de Blaise Pascal: “Cuanto más hablo con los hombres, más admiro a mi perro”!
Por Ángel Mazo
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