Las fiestas navideñas aún recientes en el recuerdo (para los que han tenido la fortuna de no pasarlas en la cola del ambulatorio, o peor), nos han devuelto una vez más a ese “simpático” personaje que adorna los belenes de estos contornos. Es genuinamente catalán y se supone que, como tal, representa nuestra idiosincrasia: un espíritu atado a lo pragmático y, sobre todo, un humor escorado siempre irresistible y constantemente hacia lo escatológico.
Pues bien, ese espíritu tan catalán se ha puesto en evidencia, sin humor ninguno, con el desgraciado asunto de la persecución pública de una familia de Canet de Mar por el tremendo pecado de solicitar aquello que la Ley y los Tribunales de Justicia le reconocen como un derecho. Las autoridades públicas catalanas y numerosos grupos e individuos fanatizados han ejercido de caganers, tratando de ahogar con sus heces la reclamación de esa familia con el propósito de ocultar su legitimidad. La única virtud de este afer radica en haber dejado al descubierto (para aquellos poco avisados que aún no lo habían querido reconocer) la verdadera naturaleza del catalanismo separatista.
Más allá de la propaganda acerca de la inminente desaparición de la lengua catalana, supuestamente amenazada de muerte ¡por la pérdida de un 12,5% de espacio en el sistema de enseñanza! (el otro 12,5% corresponde a la asignatura de lengua española, que cabe suponer que ya se impartía en español, pese a que yo mismo puedo atestiguar que no siempre era así). Más allá de lemas construidos ad hoc para la ocasión o arrugados ya de puro viejos, lo que ha quedado meridianamente claro es la voluntad del nacionalismo de erradicar el español, la lengua de la mayoría de la población catalana, de la escena pública. Si el 12,5% representa una amenaza para los catalanes catalanohablantes, ¿Qué creen que representa el 100% (o el 87,5%, en el mejor de los casos) al que se enfrentan los escolares catalanes castellanohablantes al ser objeto de inmersión contra su voluntad?
¿Se amenaza el sistema educativo de inmersión al reducir un 25% por ciento el número de asignaturas impartidas en catalán? El sistema educativo catalán no es un sistema de inmersión. En primer lugar, porque el 32% de los discípulos tiene como lengua materna el catalán, por lo que aprenden y estudian en su lengua. En segundo lugar, porque la aplicación de la técnica de inmersión requiere de unas condiciones (voluntariedad, equivalencia de prestigios, etc.) que son bien conocidas y que no se dan en nuestro caso al ser aplicado sobre la mayoría de la población de forma obligatoria.
Lo que el sistema pretende es que la mayoría de la población cambie de lengua, una sustitución lingüística, para conseguir convertir en realidad el eslogan A Catalunya, en català, para que el servicio se dirija a los señoritos en catalán (mejor si es chapurreado) y no tengan estos que cambiar de lengua como ocurría en el inolvidable Ubú President. Ese es el único éxito de la inmersión. Cataluña carece de razones históricas que legitimen la aspiración a la independencia. La generalización del uso del catalán, sería otro eslabón sobre el que montar esa República imaginaria, sólo accesible en el metaverso.
El secesionismo calculó mal el efecto de publicidad negativa que la desmesurada reacción a la confirmación por el Supremo de la sentencia del TSJC ha tenido para la opinión pública. La imagen de toda la maquinaria del catalanismo lanzada con armas (por el momento, virtuales) y bagajes sobre una sencilla familia (un niño, insisten algunos, con intención de aumentar el morbo) tiene una poderosa fuerza. Queda grabada en la retina y remueve las conciencias. La atención pública ha puesto el foco sobre Canet y se ha escrito mucho y muy bien sobre esta cuestión. Me gustaría tan sólo resaltar algunos aspectos más y, tal vez, deshacer algún equívoco.
Miseria moral
En primer lugar, quisiera dejar un apunte sociológico sobre la calificación moral que merecen los que se han significado en el ataque a la familia demandante. Como el replicante Roy Batty en la película de Ridley Scott, Blade Runner, “hemos visto cosas que no creeríais”. Ya habíamos podido contemplar al presidente de la Generalidad incitando a jóvenes catalanes a ejercer violencia contra otros catalanes o contra los servicios del orden (apreteu, apreteu!). Ahora hemos visto al consejero de Educación (¡ah, qué cruel contrasentido!) aguijoneando a las autoridades académicas y a los padres y madres del colegio para que se enfrentaran a la familia de Canet.
¿De qué otro modo que no fuera como caganers cabría tildar al equipo directivo de la escuela Abat Ruera, de L’Espluga Calba, que, en un escrito de sólo cinco palabras (con errores léxicos y ortográficos), responden a la educada consulta de la entidad Escuela de todos con un estentóreo ¡a cagar! Da miedo pensar en qué manos tenemos depositada la educación de nuestros hijos. El colegio Bertran, de Sabadell, algo más moderadamente, les tilda de “payasos”. Y la Escuela Joaquim Gifré, de Garriguella, admite que adoctrina a sus alumnos, pero con el buen fin de que “discriminen a grupos organizados como ustedes, para que sigan valores democráticos i [sic] europeos (modernos)”. El líder de los Mossos separatistas (¿cómo se puede consentir que exista tal cosa?) incita a los compañeros a abandonar al niño solo en el aula cuando la clase se dé en español.
Un reputado gastrónomo se mostró dispuesto a apedrear la casa del niño de Canet pero, a la vista del alud de reproches que recibió, se disculpó afirmando que era una expresión jocosa que empleaban en su pueblo y que lo que proponía hacer era un escrache. ¡Angelito! El escrache puede ser una forma de demostración tal vez no castigada por la Ley, pero de dudosa legitimidad moral, porque no es otra cosa que una coacción per medio de la intimidación, de la amenaza, del miedo, y, encima, sus protagonistas escudan su responsabilidad en el anonimato. En realidad, el escrache es la forma woke del linchamiento, de ejercicio de la justicia popular.
Sobre la familia de Canet se ha descargado una oleada de ira, impostada en el caso de los promotores y sincera, tal vez, en el caso de los descerebrados que la secundan, cuya finalidad es disuadir a otras posibles familias de que traten de seguir el ejemplo. Se intenta que quienes tengan tentaciones de reclamar sus derechos escarmienten en cabeza ajena. De paso se construye la imagen de que no es más que un problema aislado, por una parte, y de que choca con la voluntad de todo un pueblo. ¡Épico! No olvidemos el fondo romántico del nacionalismo.
Miseria política
Las autoridades catalanas hace mucho tiempo que escabullen su responsabilidad utilizando a la ciudadanía como ariete. Hace ya años que se utiliza a las organizaciones de base para estimular la reclamación de objetivos que luego se “recogen” desde el poder como resultado de la “voluntad popular”. Yo me he visto forzado en un claustro de un Instituto a votar una moción en favor de la reclamación del derecho de autodeterminación para Cataluña. Y la cosa venía de más antiguo, del tiempo en que el franquismo entraba en sus últimos estertores. Ahora la consejería de educación obliga a los claustros a establecer en un proyecto la política lingüística del centro. De este modo, se puede decir que lo que se decide (siempre sospechosamente parecido a lo que deciden los otros centros) “es cosa de la gente, es lo que quieren los claustros”. Nuestros políticos locales sólo son valientes para subirse el sueldo. En eso no tienen parangón.
Obvian, por supuesto, que la sentencia del TSJC que ratificó el Tribunal Supremo se refiere al sistema educativo catalán en su conjunto, por más que actúe a instancias de ciertas familias en concreto que exigen la satisfacción de un derecho. El día 21 llegó a Cataluña el ultimátum del Tribunal que da un plazo de dos meses para ejecutar la sentencia. Ahora, queda en evidencia lo absurdo y lo ignominioso de la persecución de la familia de Canet y de tantos otros que la han precedido.
El problema radica en que el nacionalismo militante se niega a admitir la realidad social catalana y el marco estructural que la Constitución establece. Aunque el Tribunal Constitucional ha establecido criterios a veces divergentes, el principio general que debería regir la ordenación de la enseñanza en Cataluña es que, siendo el español y el catalán lenguas igualmente oficiales, ambas deben utilizarse por un igual como lenguas vehiculares en la escuela. Es razonable, suena justo y es de sentido común. El período de “normalización” del catalán ha concluido: ya casi han pasado más años desde la aprobación de la Constitución de los que duró la dictadura; no cabe alegar esa excepcionalidad. Las lenguas sólo se extinguen si no se usan, pero eso es cosa de los hablantes. Lo que determina la desaparición de una lengua es la natalidad, de modo que la solución es fácil, cara pero fácil, incluso me atrevería a decir que placentera. Lo que no es justo ni legal es considerar que más de la mitad de la población catalana tiene la lengua equivocada y que eso constituye un defecto que hay que corregir por la fuerza.
El principio constitucional de equilibrio de las lenguas oficiales puede lograrse de muchas maneras, desde el bilingüismo equilibrado hasta la separación de líneas. Si existe la voluntad de hacerlo efectivo, sólo es necesario evaluar técnicamente las ventajas e inconvenientes de las alternativas teniendo, eso sí, como objetivo el mejor desarrollo posible de los discentes. Lo que no es aceptable legalmente es actuar contra ese principio.
Pero, a fin de cuentas, no nos engañemos, la clave de todo es el proyecto secesionista que el nacionalismo tiene y ha tenido siempre para Cataluña. Es la sombra de ese proyecto, presente permanentemente en la vida política catalana, lo que está destruyendo las pautas de la convivencia y el entendimiento.
Antonio Roig Ribé. Asociación por la Tolerancia. 22 de Enero de 2022
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