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El Catalán Opinión

Rull, Turull, Montull y Cucurull

Por Santiago Trancón Pérez
sábado, 10 de marzo de 2018
en Opinión
3 mins read

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Cada lengua tiene su musicalidad, una combinación de vocales y consonantes que crea un ritmo y un tono identificador, fácilmente reconocible. Aunque varía mucho de un hablante a otro, la articulación de sonidos y tonos de cada lengua sigue un patrón respiratorio, acústico, expresivo y rítmico, que tiene mucho que ver con el cuerpo: con la energía que exige la producción de esos sonidos, la relación de la voz con el espacio y con los otros (la voz “toca” al otro a través del aire), la impulsividad o fuerza emocional que el habla transmite, etc. Me refiero a la naturaleza física y fisiológica de la lengua como creación sonora.

El lenguaje no es sólo un acto mental, sino un hecho orgánico y neuronal. Hablamos con todo el cuerpo. El aprendizaje de una lengua es un aprendizaje corporal, de creación de hábitos orgánicos, respiratorios, rítmicos, gestuales. Supone aprender a controlar una compleja red muscular y nerviosa, desde el diafragma a las cuerdas vocales, la glotis o la musculatura facial. No es sólo un problema memorístico.

Las lenguas evolucionan mediante billones de ensayos en que los hablantes crean y seleccionan sonidos, fijan normas acústicas, morfológicas y sintácticas hasta alcanzar un grado óptimo de economía y eficacia comunicativa. Cada lengua es el resultado de un esfuerzo colectivo extraordinario, una verdadera obra de arte y, en este sentido, todas son admirables.

Pero no todas las lenguas son iguales. Unas son mejores instrumentos que otras. Unas tienen mayor capacidad descriptiva y analítica de la realidad que otras; unas facilitan mejores lazos emotivos y comunicativos entre sus hablantes que otras; unas “suenan” (y resuenan) mejor que otras… Y todo esto influye en su evolución y difusión. El aumento de hablantes viene dado por muchos factores (políticos, económicos, sociales, educativos), pero hay un elemento sin el cual una lengua es muy difícil que se afiance y expanda. Lo diré con una expresión que me acabo de inventar y que el lector no encontrará en los manuales de lingüística: su “capacidad de seducción acústica”.

El oído, sí, ese delicadísimo receptor de ondas sonoras. Por su propia naturaleza, al tímpano le gusta la armonía, la combinación eufónica de los sonidos. El oído tiende, además, a la sinestesia, como bien saben los ciegos, por lo que podríamos hablar de “belleza sonora”, algo que podemos percibir cuando leemos un soneto de Shakespeare o de Garcilaso, por ejemplo.

El español es una lengua que se caracteriza por la claridad de los sonidos (empezando por su sistema vocálico), la sencillez articulatoria (unión de vocales y consonantes formando casi siempre parejas y no grupos consonánticos largos), finales de palabra de fácil pronunciación, palabras formadas por un número reducido de sílabas, una construcción morfológica y sintáctica en la que es fácil identificar al sujeto, etc, todo lo cual facilita, entre otras cosas, el establecer pausas respiratorias naturales. El español ha ido suavizando su brusquedad inicial y facilitando la fluidez eufónica y la variedad tonal, sin perder por ello la naturalidad y la fuerza fonética expresiva y proyectiva.

Viene esto a cuento de la relación del español con otras lenguas de la Península (incluidas las neolenguas, como el aragonés o el asturiano), especialmente con el catalán, una lengua romance que, siendo etimológicamente muy cercana, mantiene diferencias acústico-orgánicas muy notables con el español. Una característica significativa es la terminación de palabras en consonante implosiva, como es el caso de los nombres que aparecen en el título de este artículo. Son cuatro apellidos de cuatro conocidos catalanes.

Los dos primeros, Rull y Turull, exconsejeros golpistas de Puigdemont que han pasado unas semanas en la cárcel de Estremera. Montull es un corrupto, mano derecha de Millet, el del Palau, condenado a más de siete años de prisión. El cuarto es un vividor que se dedica, con el dinero público, a predicar cosas como que Cataluña nació en el año 700 a.C, que Roma no era nada hasta que llegaron a ella los catalanes o que el descubrimiento de América fue obra de valerosos catalanes.

Estos cuatro tipos tienen en común ese final consonántico que, como en el caso de muchas palabras del catalán, se han formado por la eliminación brusca de la última vocal. Este ejercicio de retención vocálica lo relacioné hace tiempo con la “pulsión anal” (he escrito artículos sobre ello), pero ahora solo quiero destacar el efecto chocante y cómico que, en este caso, esta peculiar onomástica sonora provoca. Que nos los tomemos tan en serio, y que ellos exhiban tan sin complejos sus propias vergüenzas, es algo que deberíamos “hacérnoslo oír”. Porque no, no todas las lenguas suenan igual. No todas tienen la misma capacidad de seducción. Habrá que empezar a fiarse más del oído.

Santiago Trancón Pérez


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