Hace ya bastantes años que el declive en mi tierra catalana se muestra generalizado. Esta tendencia de baja intensidad pero a su vez constante revolución, tiene su origen ya en los principios de nuestra democracia, aunque su recorrido haya sido lento y nadie se haya atrevido a augurar el mal que hoy padecemos todos, el total desgobierno. Si alguien percibió ese declive, no lo dijo ni lo denunció nunca. Y con la actitud de seguir hacia adelante con tal de olvidar la dictadura, nadie, en toda España, quiso reparar en el hecho, y así, se consumó nuestra deriva.
Esta tendencia hacia el absurdo fue el resultado de confiar en mentes estrechas; si por una parte lo que se imponía en esos primeros años democráticos era ampliar los horizontes de una Cataluña que despertaba, lo que se hizo fue cerrar filas en torno a la identidad, la lengua, nuestra peculiar forma de ser y el hecho diferencial. Conceptos absurdos si se analizan despacio, pero que fueron las banderas de nuestros maestros, que impartieron nuevas materias escolares con textos excluyentes y nuevos mensajes de personalidad diferenciada.
Con los años, esta actitud consumó un verdadero cambio de mentalidad social. Esta afirmación, que intentarán rebatir con denuedo los menores de cincuenta años, se ampara en mi propia experiencia vital; yo estudié un bachillerato completo en castellano durísimo, en donde aprendí hasta los nombres de todos los pueblos de España. Mis hijos, en cambio, acabaron su aprendizaje geográfico en la ‘Serralada Prelitoral’. Lo mismo en Literatura y sobre todo, en Historia. Materias que en mis años eran verdaderas ‘Marías’, para mis hijos no representaron una tercera parte de mi temario. Y qué decir de la lengua, cuya imposición a los hispanoparlantes se mostró fundamental para contribuir al adoctrinamiento.
Si lo que debía haber primado en esos primeros años de democracia era el entendimiento entre tierras, el hermanamiento con nuestros vecinos y la construcción de algo grande y nuevo, lo que nos caracterizó a los catalanes, gracias a los políticos, fue algo muy distinto: el amiguismo, la venta de voluntades para conseguir mayorías en el Parlamento o aprender a mirarnos el ombligo, siguiendo la peregrina doctrina de Narciso.
Pujol se presentó en Cataluña en forma de familia, copiando todas las virtudes de la familia italiana y erigiéndose en capo supremo. Con él, se agravaron todos los males. Nuestros empresarios fueron extorsionados, se designaron cargos a dedo, se manipuló la educación y la historia y empezaron a proliferar los gastos y el cobro de comisiones al contado, en diferido, en Andorra o en Suiza.
Pujol montó un complejo entramado para seguir chupando del bote durante muchos años, y se aplicó en educar a toda su familia para que siguieran su ejemplo con total aplicación. Nunca tuvo demasiado interés por gobernar, a no ser que, a resultas de firmar contratos, le adjudicaran sabrosas comisiones. En Cataluña funcionaba todo aquello que pagaba el peaje. Quienes no aceptaban esa Ley, eran apartados. Para colmo y con los años, Pujol se sintió viejo y quiso asegurar su legado. Así fue como se impuso en Cataluña el liderazgo del dinamitero Artur Más, un economista destrozador de partidos, acreedor de multas millonarias y padre, tío y abuelo de la desobediencia civil.
Artur, bien enseñado por Pujol, se dedicó a no gobernar. Su primera idea fue obtener una separación total con el Reino de España y en esos trabajos se prodigó con efusión hasta que logró convocar un referéndum separador, y mira por dónde, fue una catástrofe ilegal.
La ruina catalana está en todo este desgobierno del que Puigdemont es la punta del iceberg. Al igual que su antecesor, tampoco ha gobernado. Empeñado en continuar con la bronca histórica con España, nos sume cada día en el barro de la pobreza e insiste en romper cosas, desordenar estanterías, gritarle a la gente y mostrar incompostura sin contestar nunca a lo que se le pregunta. También se rodea de Mossos cualificados en la idea de evitar ataques contra su persona, raptos o atropellos, y en el único punto en el que demuestra inteligencia, es en temer las represalias que se avecinan.
Este cráneo privilegiado ha propiciado el más duro enfrentamiento habido en mi tierra y en contra de la democracia. Indisponer a sus propios ciudadanos, ignorar a la mayoría disidente, saltarse las leyes a su conveniencia con el “todo vale si consigo mi objetivo”, comprenden la trayectoria de este hombre enajenado que nos quiere conducir al epílogo existencial.
Tenemos pues, delante, el terceto bien montado. Le añadimos un chorro de propaganda abundante e inflamable y de pronto, aparece este nuevo panorama: división, odio, tristeza y represalias, el caldo de cultivo de los verdaderos enfrentamientos.
Y con hombres así, elegidos por nosotros, los propios catalanes, yo me pregunto: ¿Quo vadis, Cataluña?
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