En las últimas semanas, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ha intensificado su presencia en el tablero internacional, especialmente en relación con el conflicto entre Israel y Hamás en Gaza. Más allá de la legítima preocupación por una tragedia humanitaria, su implicación desmedida ha levantado sospechas sobre un interés político evidente: desviar la atención de los escándalos de corrupción que rodean a su partido y a su entorno más cercano.
El giro internacionalista de Sánchez coincide con un momento crítico a nivel nacional. Las investigaciones sobre la trama del caso Koldo, las actividades de su esposa Begoña Gómez y las múltiples ramificaciones de corrupción que afectan a altos cargos del PSOE han minado la credibilidad del Gobierno. Frente a ello, el presidente ha optado por proyectarse como líder global, apelando a causas de fuerte carga emocional y simbólica para tratar de recuperar la iniciativa política.
La estrategia no es nueva: cuando la gestión interna se complica, Sánchez recurre a discursos grandilocuentes en foros internacionales. Su condena constante a Israel, su presión para reconocer unilateralmente al Estado palestino y su alineamiento con discursos de determinados gobiernos han sido utilizados como herramientas para fortalecer su imagen ante una parte del electorado de izquierdas, a pesar de las graves consecuencias diplomáticas que ello puede acarrear.
Sánchez ha conseguido que el conflicto de Oriente Medio monopolice buena parte de la agenda mediática española. Cada declaración, cada gesto, cada viaje vinculado a este tema ocupa titulares que, de otro modo, estarían centrados en las irregularidades judiciales que acechan a su Ejecutivo. La política exterior se ha convertido así en un escudo propagandístico, mientras los tribunales siguen su curso sobre asuntos que comprometen seriamente al Gobierno.
El oportunismo del presidente se percibe también en su falta de coherencia. Mientras denuncia los crímenes de guerra en Gaza con tono firme, guarda un silencio cómplice frente a violaciones de derechos humanos en países aliados o en regímenes con los que mantiene vínculos estratégicos, como China o Venezuela. Esta selectividad en la condena revela que no hay una auténtica política de principios, sino un uso calculado del conflicto para obtener rédito interno.
Resulta significativo que en medio de este posicionamiento internacional, el PSOE haya intensificado su retórica contra medios críticos, jueces y opositores políticos. Todo se presenta como parte de una supuesta ofensiva reaccionaria o “lawfare”, lo cual refuerza la narrativa de que el presidente está siendo atacado por su compromiso con la justicia social y la paz, cuando en realidad se trata de desviar el foco de problemas graves en casa.
Esta manipulación del conflicto de Gaza como cortina de humo es irresponsable y peligrosa. No solo banaliza una tragedia que merece respeto y diplomacia seria, sino que instrumentaliza el dolor ajeno para obtener beneficios políticos internos. En lugar de afrontar las sospechas de corrupción con transparencia, Sánchez ha optado por envolverse en banderas internacionales y gestos simbólicos que poco ayudan a resolver la situación real.
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