La discapacidad ha sido, sin lugar a dudas, la experiencia más intensa que he tenido – y probablemente tendré – en mi vida.
No es sencillo ser discapacitado (o persona con discapacidad) y, por ejemplo, recibir todo tipo de miradas: de cariño, de rechazo, de proximidad, de superioridad, en definitiva, de distinción o, dicho de otro modo, de discriminación.
El hecho de salir con dificultad de tu casa, depender de “fastidiar” a otro para hacerlo, no poder ejecutar tus deseos – ni en lo más simple – sin que otro te lo permita y ver, inevitablemente limitadas tus relaciones personales, es complicado.
Mi atenta observación y mi permanente ejercicio de preguntarme “¿qué preferiría yo si fuera ella?”, me ha llevado a concluír, sin la menor duda, que EL TRATO PREFERENTE A DAR A UN DISCAPACITADO ES EL TRATO IGUAL. Ese “lujo” que supone ser normal, vulgar, ordinario y hacer cola como cualquiera, aparcar donde encuentres, pagar la tarifa ordinaria, etc… ¡qué lujo!
Hoy la lucha parece ser la de mantener a los alumnos discapacitados en espacios separados, lugares especiales de los que me permito opinar, pues los conozco bien.
No he logrado entender el motivo por el que un discapacitado, al menos en las primeras etapas de la escolarización (digamos Infantil y Primaria) no puede compartir tiempo y espacio con otros alumnos, “normales”.
Las posibles respuestas serían :
- Porque es incómodo. Molestan.
- Porque pueden bajar el nivel general creando situaciones disruptivas. Altamente valorado en una sociedad tan competitiva como la nuestra.
- Porque es desagradable convivir con situaciones que no van ligadas a los valores de éxito que esa sociedad promueve.
- Porque cuesta mucho dinero prestarles la atención individual necesaria.
La incorporación de alumnos discapacitados en escuelas ordinarias es relativamente fácil. Lo hacen la mayoría. Conseguir que el alumno discapacitado sea UNO MÁS. Eso es lo difícil. Muy difícil.
Exige:
- Estar convencido de que todas las personas somos iguales, de la misma categoría, de la misma importancia, tenemos el mismo valor y los mismos derechos, realmente y no sólo en teoría.
- Ser valiente para que tus comportamientos se ajusten a tus ideas.
- Crear un consenso en torno a ello.
- Disponer de los recursos necesarios: personales, económicos, conocimientos….
El entorno único, común para todos, seamos cómo seamos, crea, inevitablemente, unas dinámicas muy beneficiosas en el resto de los alumnos, quienes invariablemente valoran positivamente la experiencia de convivencia en igualdad – eso sería objeto de otro análisis -. Créanme, los niños no discriminan a los discapacitados si no han visto ese comportamiento en adultos próximos.
La inclusión educativa funciona, es la opción preferente y debe lucharse por ello pues el niño “normal” que estudia y convive con un niño discapacitado, es seguro que no discriminará mañana a un compañero de trabajo o mirará por la calle a una persona como si fuera un extraterrestre y cuando tenga dificultades en su vida o cuando sea, un día lejano, también discapacitado –como lo llegaremos a ser todos-, sabrá afrontarlo mejor.
Mi independencia personal me permite defender la postura que considero justa al margen de con quién coincida en ese territorio y debo aclarar que tampoco dudo de las mejores intenciones de los padres –a veces ultraprotectores- que reclaman la educación especial, distinta y limitada, confiando en una mejor atención que, por las propias circunstancias se produce en la escuela ordinaria ( porque si no hay una atención individualizada al alumno discapacitado, la clase no podría desarrollarse con normalidad ).
A todos recuerdo que ha costado mucho convencer a los políticos de la bondad de la inclusión educativa, ha hecho falta contar con profesores valientes o casi temerarios, familias que han consumido salud y energías contra la administración educativa, insistencia, persuasión…. para echarlo por tierra.
No demos una coartada a los que nos quieren esconder, luchemos por no ser especiales, SEAMOS UNO MÁS.
Irene Álvarez Sánchez
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