Afirma el magistrado Conde Pumpido que la sentencia del TC sobre el estado de alarma crea un problema político. Incluso va más allá: dice que desarma al Estado.
Nada más falso. La sentencia, de la que podemos discrepar con argumentos jurídicos sólidos o, con el mismo método, concordar, no crea ningún problema político. Al contrario, clarifica el margen de acción de un ejecutivo que ha tomado como guía de acción el continuo soslayo del parlamento, ya sea para legislar o para ser sometido al preceptivo control propio de las democracias parlamentarias.
Ya desde el principio muchos adujimos que la legislación vigente era insuficiente para abordar un problema que para nada estaba en la mente del legislador, cuando éste desarrolló, en 1981, los estados de alarma excepción y sitio previstos en los arts. 55 y 116 de la Constitución.
Nunca habíamos pasado por una pandemia y no se podía prever en aquellos momentos una globalización de la intensidad que manifiesta hoy en día el planeta. Ya en el mismo momento de la proclamación de ese primer estado de alarma se alzaron voces explicando que ni esta declaración ni una hipotética aplicación del estado de excepción daba una respuesta correcta a las necesidades.
El estado de alarma, ciertamente, está pensado, entre otras, para dar respuesta a crisis, entre ellas sanitarias, pero podía darse el caso de que las medidas que tuvieran que tomarse no concordaran con las restricciones o limitaciones de derechos constitucionalmente previstas.
El estado de excepción, que fundamentaría la suspensión (no limitación o restricción) de derechos y que desde este ámbito podría ser el instrumento adecuado, no estaba previsto para hacer frente a pandemias sino a problemas de orden público que no pudieran ser atajados con la aplicación de la legislación administrativa no excepcional. Del mismo modo que el estado de sitio quedó inmediatamente descartado que pudiera aplicarse porque su fundamento consistía en la existencia de un ataque, externo o interno, al orden constitucional.
Como he manifestado, enseguida fueron puestas en evidencia la insuficiencia de la normativa vigente para hacer frente a la pandemia. Ello obligaba al gobierno, también al parlamento, a elaborar una legislación adecuada al respecto, lo cual no era difícil, a partir de reformas puntuales en la Ley de Salud Pública, tal como llegó a sugerir el propio Tribunal Supremo, o en la Ley de Seguridad Nacional, que también puede ser aplicada concordantemente con la de Salud Pública. Ello implicaría reformar leyes que, en lo que afectaran a derechos fundamentales, tuvieran que ser orgánicas.
Pero no. Parece que el Gobierno tenga alergia a legislar cuando no puede hacerlo por decreto o por decreto-ley. Quizás fuera esta “enfermedad” lo que le llevó a decretar el estado de alarma, que no precisa autorización previa del Congreso, en vez del estado de excepción, que sí la necesita. Craso error, pues el Tribunal Constitucional, en su sentencia (que hay que acatar y cumplir en todos sus términos), sin entrar a discutir el contenido de las medidas adoptadas porque se consideran necesarias en sí mismas, ha afirmado que el procedimiento utilizado para adoptarlas no era el correcto.
La conclusión a que llegamos es a la necesidad, perentoria, porque todos los expertos nos aseguran que no es ésta la última pandemia a que nos vamos a ver abocados, de adoptar una legislación adecuada que nos permita poder afrontar estas situaciones con éxito.
Se trataría, pues, de proporcionar al Estado las armas necesarias y suficientes de las que ahora carece, por inacción del legislador. La propia vicepresidenta, en aquellos momentos, del Gobierno, Carmen Calvo, afirmó, durante la primera ola de la pandemia, que se prepararía una reforma legal que lo permitiera. ¿Por qué no se ha hecho?
La respuesta es fácil: el Gobierno teme que sus socios parlamentarios no le apoyen cuando presente las reformas. Y no tiene en cuenta que es precisamente esto lo que pone en peligro no sólo la salud y el bienestar de la ciudadanía, sino el funcionamiento ordinario de las instituciones. El Parlamento no puede ser marginado porque nuestro sistema constitucional es el propio de las democracias parlamentarias, por expresa disposición de la Constitución. No se puede estar obligando al Tribunal Constitucional y al Poder Judicial a una continua acción de control sobre algo que podría ser racional y constitucionalmente abordado por esas reformas legislativas que se precisan.
Por eso el Sr. Conde Pumpido yerra en sus apreciaciones. Es cierto que al Estado le faltan instrumentos legislativos adecuados, pero quien lo mantiene desapoderado es un Gobierno que no quiere ejercer sus funciones. Es posible que sus socios no le dejasen. Pero, en este caso, lo políticamente adecuado, dentro de las previsiones constitucionales, sería cambiar de socios. El interés general así lo demanda.
Teresa Freixes es catedrática de Derecho Constitucional y catedrática Jean Monnet ad personam
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