Estamos a siete semanas del momento “más importante de la historia contemporánea de Cataluña”: el Referéndum que nos ha de llevar a la independencia. Y todo el mundo está de vacaciones. Ante cualquier gran evento histórico –y más un proceso de independencia- la tensión se palpa en el ambiente, en las calles, en los pasillos, en los cuarteles, … Pero nada, en España las vacaciones son las vacaciones, y eso vale para los independentistas que se muestran así más españoles que nadie.
El Govern de la Generalitat se ha ido de asueto sin haber firmado el Decreto del Referéndum. Puigdemont aún viajará a Dinamarca para vender el producto, no sea que los daneses no conozcan Cataluña. Mientras, Romeva está desaparecido en combate, al igual que las urnas. No se ha adjudicado a ninguna empresa la organización y el recuento de votos. Las apelaciones del gobierno central al Tribunal Constitucional se van acumulando en la mesa del President. Y ninguna instancia internacional reconoce la autoridad de la Generalitat para celebrarlo. Cualquier politólogo puede certificar que es el caso en la historia de los referéndums donde la incertidumbre es total. Todo da a entender que en el fondo el referéndum en sí es lo de menos y que sólo importa son las noticias que genere y su aportación al imaginario colectivo del nacionalismo: otra etapa en el interminable “procesismo”.
En los mentideros de Madrid se dice que el Gobierno español intentará desactivar el 11-S y el 1-O con una propuesta generosísima en materia de educación y financiación. Sea verdad o mentira, es malo, pues todo lo que haga o deje de hacer el gobierno será munición para el secesionismo. Por ello el referéndum se celebrará, pero en modo “butifarrendum” y más cutre si cabe que el anterior. Esta vez no se abrirán la mayoría de colegios electorales y los censos expuestos podrán ser denunciados por la ciudadanía afectada. Ello sin contar con los procesos judiciales que en cascada pueden venir luego. Pero el frente separatista tendrá sus fotos y si puede obtener la de un guardia civil retirando una urna, el esfuerzo habrá valido la pena. Todo sea por el victimismo.
Luego continuará la dramaturgia. Puigdemont, como en el Oráculo de Delfos, interpretará la voluntad divina pueblo catalán y convocará unas elecciones Constituyentes (unas elecciones regionales para el resto de mortales). El PDeCAT intentará no naufragar creando una candidatura separatista única y disimular así sus vergüenzas. Pero la CUP ya va enviando mensajes más que claros que su objetivo es la desaparición del partido burgués. Lo que se cernirá sobre Cataluña, tras las elecciones, será -¡Oh sorpresa!- una nueva etapa del proceso: un gobierno frente populista para conseguir que en cuatro años los Comunes se conviertan definitivamente al independentismo. Y nuevamente empezará la historia interminable.
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