Durante más de cuatro décadas, la banda terrorista ETA sembró el terror en España con una brutal campaña de asesinatos, secuestros y extorsiones. Más de 850 personas fueron asesinadas, entre ellas políticos, militares, jueces, periodistas y ciudadanos anónimos. A día de hoy, muchos jóvenes en España desconocen en profundidad lo que ocurrió. Esta desconexión generacional con el pasado reciente es peligrosa, especialmente cuando algunos sectores tratan de blanquear o minimizar la gravedad de aquellos crímenes.
El paso del tiempo no debería ser excusa para el olvido. La educación y la divulgación sobre la violencia etarra son esenciales para que los jóvenes comprendan lo que significó vivir bajo la amenaza constante del terrorismo. No se trata de abrir heridas, sino de evitar que se cierren en falso. Conocer la historia es una herramienta de prevención contra la repetición de errores, pero también un acto de justicia hacia las víctimas.
En las aulas españolas apenas se aborda de forma rigurosa la historia del terrorismo de ETA. Muchos estudiantes terminan la educación obligatoria sin haber leído el testimonio de una víctima, sin haber entendido lo que significaba vivir en el País Vasco durante los años más duros, o sin saber que hubo una generación de españoles que tuvo que mirar debajo del coche cada mañana por miedo a una bomba. Este vacío deja la puerta abierta a la tergiversación.
Frente a este olvido educativo, surgen voces que desde la izquierda controlada por PSOE, Podemos y Sumar se busca blanquear a la banda terrorista o legitimar su entorno político como si nunca hubieran tenido vínculo alguno con la violencia. Se utilizan eufemismos como “conflicto vasco” para evitar llamar terrorismo a lo que fue terrorismo. Se reescriben los hechos con la pretensión de diluir responsabilidades y presentar a los verdugos como víctimas de un sistema opresor.
Este intento de reescritura no solo falta al respeto a las víctimas, sino que representa una amenaza para la convivencia democrática. La democracia española no puede tolerar que se difumine la línea entre quienes defendieron la libertad y quienes quisieron imponer su ideología a base de tiros y bombas. Recordar con claridad quién fue ETA, qué hizo y a quién dañó, es una exigencia ética y democrática.
Es fundamental que los medios de comunicación, las instituciones educativas y la sociedad civil asuman un compromiso firme con la memoria. Las víctimas deben tener un espacio central en los relatos, no como un acto de compasión, sino como piezas clave para comprender el pasado y construir un futuro libre de violencia política. Escuchar sus historias, leer sus cartas, entender su dolor, es una lección cívica indispensable.
También es necesario apoyar iniciativas que promuevan la pedagogía de la memoria: documentales, exposiciones, libros, charlas en institutos, programas educativos. Solo así se puede garantizar que la memoria de ETA no quede relegada a una nota al pie de página. La historia del terrorismo no debe ser objeto de disputas partidistas, sino un terreno común para educar en valores democráticos.
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