Con la práctica desarticulación de la logística y medios materiales que los encausados de la Generalidad de Cataluña tenían preparados para el simulacro de referéndum del 1 de octubre, es evidente que el escenario político previsible para dentro de unas semanas se ha precipitado o adelantado, poniendo ya encima de la mesa, en una suerte de distopía, los acontecimientos que tenían previstos los sedicentes para después de la algarada plebiscitaria que pretendía servir de manto de legitimidad a la derogación de la Constitución en Cataluña.
Como no podía ser de otra manera, la eventración insurreccional de procés, consecuencia de la tensa hinchazón de su deriva delincuencial, ha tenido –salvedad hecha de la violencia callejera alentada por las autoridades de la Generalidad– algunas consecuencias benéficas. La primera de ellas es que ha permitido que una proporción no desdeñable de la opinión pública española tome por fin conciencia del aprovechamiento espurio, desleal e insolidario que durante muchos años los representantes nacionalistas de la Comunidad de Cataluña han venido haciendo de los errores de diseño del sistema constitucional abierto de reparto competencial y de organización territorial del Estado en su relación con las Comunidades Autónomas.
Esa toma de conciencia no es menor, pues evidenciará una divergencia creciente entre la percepción que tiene la opinión pública y la que tienen algunos partidos políticos –y gran parte de los medios de comunicación– sobre cómo habrían debido abordarse las cíclicas y recurrentes crisis territoriales (esta que vivimos hoy, sin duda, la más importante). Unos problemas provocados por los nacionalismos etnicistas e identitarios que España soporta desde hace al menos un siglo. La deslealtad congénita de dichos nacionalismos no consiguió reconducir ni siquiera el pacto constitucional de 1978, en cuya configuración e impulso participaron, entre otras, las mismas fuerzas políticas que ahora pretenden dinamitarlo a pesar de que fue aquel pacto la fuente de legitimidad del autogobierno del que disfrutan y abusan.
Digámoslo claro: el apaciguamiento transitorio de las deslealtades recurrentes del nacionalismo por la vía de la concesión de nuevas prebendas o privilegios a costa de la igualdad de los españoles es un remedio que la opinión pública española no está ya dispuesta a asumir como justo, útil, ni admisible. La vacuna que supone la experiencia de las últimas semanas –y las que vendrán– ha terminado por generar en el organismo nacional el poderoso anticuerpo de la elemental exigencia de la igualdad entre los ciudadanos, y la demanda a los poderes del Estado de la rigurosa imposición del Estado de Derecho en todo el territorio nacional; y eso no se inhibirá en unos meses con “terceras vías” que reincidan en la causa del problema. Pensar que la situación actual se resuelve definitivamente concediendo más autogobierno a quien empíricamente ha demostrado para qué lo quiere y con qué consecuencias es estar muy alejado de cómo el común de los ciudadanos concibe ya a estas alturas el problema.
La segunda de las consecuencias benéficas que ha tenido el adelanto o precipitación de los escenarios previstos para después del plebiscito sedicente es que ha permitido destilar y oler ya concentrada la verdadera esencia de los movimientos antisistema que, bajo la falsa bandera de la defensa los derechos sociales erosionados por las crisis, accedieron a las instituciones democráticas con el verdadero propósito de demolerlas. Quien se arrogó alegre y unilateralmente –con un apoyo mediático de intereses espurios– la representación del movimiento 15-M tiene hoy como única brújula de su acción política el sustentar en el resto del país un Golpe de Estado inspirado en una ideología insolidaria, basada en dar carta de naturaleza a la desigualdad de los ciudadanos en favor de los que habitan en las regiones más ricas. Sus votantes sabrán qué valores, objetivos y propidades les llevaron a apoyar tales opciones en su día, pero es claro que los fallidos intentos de reproducir fuera de Cataluña la impugnación callejera del sistema constitucional debieran hacer pensar a sus dirigentes si en el gesto de hacer esa apuesta no han dejado caer de forma demasiado evidente sus caretas.
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