El intendente de los Mossos d’Esquadra Carles Hernández, jefe de la comisaría de Información, ha admitido ante el juez que los agentes de la policía autonómica no detuvieron a Carles Puigdemont durante su visita a Barcelona porque temían desórdenes públicos.
La confesión, más allá de lo sorprendente, resulta un insulto directo al sistema judicial y una bofetada a la idea de igualdad ante la ley. Si el cumplimiento de una orden judicial depende del cálculo político y del termómetro de la calle, ¿qué queda de la justicia en un Estado de derecho?
La policía autonómica catalana, en lugar de garantizar el imperio de la ley, optó por subordinarse a la conveniencia política y al miedo a la reacción popular. Esa renuncia es inaceptable en un cuerpo que presume de profesionalidad y neutralidad. ¿Acaso la Guardia Civil o la Policía Nacional pueden decidir no ejecutar una orden judicial porque creen que habrá protestas? La respuesta es evidente. Y sin embargo, los Mossos actuaron como si estuvieran por encima de la obligación legal.
El caso pone de manifiesto la profunda politización de los Mossos d’Esquadra, un cuerpo que debería ser garante de la legalidad y que, en cambio, parece cada vez más atado a los vaivenes del separatismo y de sus líderes. Los mandos de los Mossos, con el entonces jefe Eduard Sallent al frente, han dejado en ridículo a la institución que encabeza, mostrando que no se comporta como policía al servicio de todos los ciudadanos, sino como escudo protector de una causa política.
El argumento del “miedo a los disturbios” es una excusa inadmisible. Precisamente para prevenir y gestionar esas situaciones existen cuerpos de seguridad: para mantener el orden cuando se cumple la ley, no para usar la amenaza de altercados como coartada para incumplirla. Convertir el orden público en chantaje es la manera más directa de entregar el poder en la calle a los agitadores y de debilitar al Estado.
Este episodio confirma lo que muchos llevan años denunciando: los Mossos no han logrado desligarse de la sombra del poder político catalán y, en más de una ocasión, han preferido actuar como policía de partido antes que como fuerza pública neutral. Si la obediencia a la justicia se convierte en algo optativo, condicionado por cálculos políticos, no estamos ante un cuerpo policial moderno y democrático, sino ante un instrumento más de una causa particular.
Esa orden no fue un error puntual: fue una decisión deliberada que puso a la política por encima de la justicia. Y hoy, al admitirlo, pone en evidencia la claudicación institucional de los Mossos en un momento clave. La consecuencia es clara: se erosiona la confianza ciudadana en la policía autonómica y se alimenta la sospecha de que no actúa de manera imparcial. Para una sociedad democrática, esa sospecha es letal. Porque sin confianza en que la ley se aplica a todos por igual, se abre la puerta al descrédito de las instituciones y al resentimiento de quienes sí cumplen las normas.
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