Gracias, gracias, gracias. Por la penúltima de las múltiples jugadas maestras que el nacionalismo nos viene regalando últimamente. Por poner por fin al desnudo la cruda realidad de los deseos y fines que se persiguen y sobretodo, por esclarecer los medios que se usarán en la consecución de la pura, de la inmaculada República Catalana con la que sueña el ex MHP puesto a dedo desde su despacho de Berlín.
Un despacho en el que, a juzgar por las fotos, confluyen los elementos que conforman el ser del investido MHP también a golpe de dedo divino.
Veamos: la representación del líder mesiánico que dicta los destinos del pueblo, Puigdemont en su sillón dorado. La representación del carácter divino de que ese destino es el del pueblo elegido, la Moreneta. Y la escenografía propia de quién se siente superior al resto de mortales…
Y es que al fin, con la designación a dedo de Torra, ya electo y con las cartas boca arriba, queda muy claro lo que algunos llevábamos advirtiendo desde hace más de una década: esto va de supremacismo, va de nacionalismo y va de conflicto entre catalanes, que no somos una entidad monolítica sino una sociedad plural.
Que no se trata de una mejor financiación, ni de mayor autonomía, ni de mejorar infraestructuras ni de gobernar una comunidad autónoma o de manejar un buen presupuesto. No. Los tuits y artículos de Torra son otra cosa. La constatación de que el nacionalismo catalán que representa Torra y que los partidos independentistas han apoyado en bloque es heredero directo de los nacionalismos que pulularon por Europa en los siglos XIX y XX. Y que la asolaron.
Más de una década intentando hacer entender que el concepto “pueblo”, el nacionalismo lo desarrolla como un elemento de homogeneidad donde sólo tienen cabida los que no tienen tacha, los que se comportan según las reglas del dogma en el cual solamente puede existir un buen catalán: aquel que habla exclusivamente catalán, aquel cuya única cultura es la catalana, aquel que no cuestiona ni por un momento los criterios de catalanidad marcados por las élites política y los intelectuales de combate.
El señor Quim Torra pertenece a esta última categoría. Alguien con una trayectoria de progreso en lo social y ahora en lo político gracias a una elevada cultura y a un fundamentalismo independentista que le hizo ser muy apreciado por el otro ex MHP mesiánico, el recientemente homenajeado por los suyos, Jordi Pujol, el señor que daba lecciones de cómo ser buen catalán mientras se llenaba el bolsillo a costa de todos los ciudadanos.
En ambos, no hay más que leer sus escritos y oír sus declaraciones para entender ese concepto de “pueblo catalán” que manejan, tan alejado del concepto “ciudadano catalán” que Tarradellas invocó y que otros reivindicamos.
Un concepto mucho más difícil de explicar, ya que no apela a los sentimientos, ni a la etnia, ni al grupo, ni a los nuestros frente a los otros. Apela a sujetos libres e iguales en derechos y obligaciones, independientemente de si han nacido más allá del Ebro, de la religión que profesen y de la lengua que hablen en casa. Un concepto antagónico al que maneja el Sr. Torra, que nos retrotrae a lo más aborrecible que ha dado la humanidad, el supremacismo.
Así que hay que darle las gracias al Sr. Puigdemont por su elección. Ha quitado la pátina que cubría y daba algo de decoro a sus descarnados propósitos.
Pasen uds. por las redes sociales de la ganadora de las elecciones de las últimas autonómicas, Inés Arrimadas y comprobarán lo que nos pueden deparar los días venideros por parte de algunos. Desprecio y odio visceral hacia todos aquellos catalanes que no superamos los estándares del supremacismo, ya sea por lugar de nacimiento, por lengua o por ideología.
Gracias. Ya nadie ni en Cataluña, ni en el resto de España, ni en Europa puede llevarse a engaño: Nos enfrentamos al nacionalismo identitario, excluyente, etnicista. Y hay que hacerlo desde la racionalidad, la ley y la defensa de un proyecto: aquel en que los ciudadanos catalanes valemos lo mismo que cualquier otro ciudadano en España y en Europa. Sin descanso. Sin desfallecer. Ese es el camino correcto.
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