La hipocresía en ciertos sectores de la izquierda radical alcanza niveles de dureza pétrea. Recordemos la maniobra del exvicepresidente Pablo Iglesias y la ex ministra Irene Montero que es una prueba irrefutable. Tras prometer «vivir siempre en mi piso de Vallecas» y después adquirir un chalet de lujo, se le sumó el ataque frontal a la educación privada, mientras ellos mismos matricularon a sus hijos en un centro concertado.
La contradicción no puede ser más flagrante. El mismo político que denuncia que los padres de clase alta envían a sus hijos a colegios privados para evitar que se mezclen con «niños gitanos e inmigrantes» es el que opta por un centro que le garantiza una vía educativa distinta a la pública que él tanto ensalza.
Llevar a los hijos a una escuela concertada o privada no debería ser motivo de reproche. El problema radica en el sermón constante de Iglesias y Irene Montero durante años, exigiendo una adhesión forzosa a una educación pública que su propia acción política ha contribuido a deteriorar. Es una burla a los ciudadanos.
Esta actitud es habitual en la presunta izquierda. Recomiendan políticas de austeridad y sacrificio para el ciudadano común, pero ellos se reservan el derecho a recurrir a servicios de élite. Es la receta del aceite de ricino: que lo tomen los demás, pero no ellos.
El fenómeno es similar al que se vive en Cataluña con la inmersión lingüística. Líderes separatistas y socialistas imponen un empobrecimiento educativo a los niños catalanes con el monolingüismo, mientras sus propios hijos estudian en escuelas de élite donde el bilingüismo o trilingüismo es la norma.
La degradación de los servicios públicos que dicen defender es una constante. Altos cargos con salarios generosos a cargo de los impuestos pueden permitirse recurrir a la sanidad privada. ¿Quién no recuerda a la socialista Carmen Calvo salvando su vida en la clínica Ruber, un centro privado de prestigio?
Esta élite política obliga al resto de los ciudadanos, si quieren un mínimo de calidad asistencial o educativa, a pagar doblemente: con sus impuestos para mantener un sistema público deteriorado y con un seguro o la cuota de un colegio privado. Es un impuesto a la calidad.
El cinismo no se limita a la educación o la sanidad. Durante la pandemia, mientras se obligaba a los españoles a un estricto confinamiento, algunos líderes de la izquierda se saltaban las normas. El activismo de Ada Colau en alta mar, disfrazado de flotilla humanitaria y criticando la guerra de Gaza, se parecía más a unas vacaciones subvencionadas que a una misión humanitaria.
En el fondo, que Iglesias y Montero elijan un centro privado demuestra su preocupación por el futuro de sus hijos. Han degradado tanto el sistema público que, si se quiere garantizar una formación de calidad para que sus descendientes sean «personas de provecho», la vía de escape privada se convierte en una opción casi obligatoria.
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