El Ayuntamiento de Barcelona, bajo la batuta del socialista Jaume Collboni, ha decidido sumarse con entusiasmo a la campaña del separatismo catalán contra el uso del español en la vida cotidiana de la ciudad. La estrategia no es nueva: disfrazar de estudios sociológicos lo que en realidad es una ofensiva política.
El consistorio asegura en su encuesta sobre la actividad del sector de la restauración en Barcelona – de manera muy oportuna -que la mitad de los empleados de hostelería en establecimientos pequeños y medianos no hablan catalán, un dato presentado como alarmante y que sirve de excusa para redoblar la presión sobre el comercio, la restauración y la atención al público.
En realidad, lo que se persigue no es la defensa del catalán —lengua ya amparada por un robusto entramado legal y administrativo—, sino la erradicación del español en espacios de uso social. Desde la rotulación de los comercios hasta la forma de atender a un cliente, todo queda bajo sospecha si no se ajusta al canon lingüístico oficial.
Collboni no se ha quedado en las proclamas. Su historial demuestra que la vara de medir lingüística se aplica con rigidez. No dudó en despedir a trabajadores municipales —desde personal de limpieza hasta su cocinero personal o un clarinetista de la banda municipal— por no contar con el certificado de catalán exigido. No importaban sus competencias profesionales, ni su experiencia, ni su aportación al servicio público: lo decisivo era el idioma.
Conviene recordar que fue Salvador Illa el que ha creado el primer Departamento de Política Lingüística, poniendo al frente a un radical cercano a ERC, Francesc-Xavier Vila, que ha mostrado un grado de persecución del español superior al exhibido durante los gobiernos autonómicos presididos por Quim Torra, Carles Puigdemont o Pere Aragonès.
En un momento en que Barcelona afronta desafíos tan acuciantes como la inseguridad, la crisis del turismo de calidad o la falta de vivienda asequible, el Ayuntamiento prefiere centrar su energía en una cruzada contra el español. Una obsesión que no mejora la vida de los barceloneses, que divide a la sociedad y que proyecta la imagen de una ciudad menos abierta y plural.
De hecho, los barceloneses están pagando con sus impuestos el sueldo de una ‘comisionada para el Uso Social del Catalán’, y la elección del alcalde socialista Jaume Collboni es Marta Salicrú, que en una reciente entrevista en ‘El Periódico‘ dice cosas como que «necesitamos cambiar el hábito de pasarnos al castellano. Se la puede definir, a tenor de sus declaraciones, como una radical lingüística.
Salicrú anuncia en dicha entrevista un endurecimiento de las totalitarias normas lingüísticas que permiten sancionar por rotular en español en España: «Si un establecimiento no está cumpliendo la normativa lingüística hay un problema administrativo que se debe corregir. Trabajaremos para que todo el mundo tenga claro cual es la normativa en los comercios y que se respete. Una cosa es no respetarla y otra es recibir un trato discriminatorio por expresarte en tu lengua. Esto es catalanofobia»
Collboni y su equipo parecen haber olvidado que Barcelona es, ante todo, una capital cosmopolita, construida sobre la convivencia de lenguas, culturas y procedencias. La imposición lingüística no es progreso, sino retroceso: un salto atrás hacia la uniformidad, la desconfianza y la exclusión.
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