“Hay que hablar con los nacionalistas y seducirlos”… “He pasado un fin de semana en Cataluña y en la calle no he tenido ningún problema por hablar en español”… Estos soniquetes, un día tras otro, en la tertulias de TV y radio, definen muy aproximadamente el estado de indigencia moral e intelectual de gran parte del paisanaje con relación a Cataluña y a su nacionalismo indígena.
Por un lado los catalanes somos percibidos como un bloque compacto, como si todos fuéramos nacionalistas, cuando la fracción social imbuida de un exaltado sentimiento particularista no alcanza la mitad de la población, a pesar de la incesante matraca que nos infligen desde hace décadas (adoctrinamiento escolar y mediático, concesión de subvenciones supeditadas a la profesión de fe nacionalista, etc) y sin embargo nadie promueve la necesidad de hablar, de dialogar con los catalanes que nos sentimos españoles, quedando desamparados de nuestras instituciones nacionales y abandonados como un perrito en una gasolinera.
Y por otro, basta a esos tertulianos capitalinos un fin de semana en Barcelona, ni siquiera en Berga u Olot, para concluir que en Cataluña no hay atisbo alguno de problema, acaso porque no aspiran a trabajar en un medio público y local de comunicación, ni tienen la pretensión de iniciar una agotadora tournée por la red escolar catalana para escolarizar a sus hijos en una lengua de relevancia mundial, como es la española, y oficial en Cataluña… se supone.
A los acomplejados autóctonos, que acatan los dictados regimentales sin decir oste ni moste, se suman los acomplejados foráneos que se acercan a los nacionalistas con temor reverencial, dando por cierto que el nacionalismo defiende mejor los intereses de los territorios. “Los catalanes -se decía en tiempos de Pujol- saben cómo sacar provecho”. Y así nos luce el pelo. O “que el nacionalismo es un vector hacia el progreso (izquierda dixit)” en lugar de una lacra anacrónica y feudalizante que, además, supedita la razón a una emocionalidad casi pueril equiparable a una superstición.
Por todo ello, para combatir esos topicazos destartalados, pero con mucho predicamento en esta sociedad desnortada, y de los que se derivan otras insensateces, algunas insidiosas y otras risibles, compuse Demens Catalonia, con ánimo de recuperar para el sentido común a esos acomplejados con los que trato a diario. Y porque, hace ya muchos años, en una ceremonia familiar, una persona muy allegada a mí, al tomar la palabra en catalán, todo azorado, se hizo con la pilila un lío y para salir del embrollo pidió perdón por pasarse al español. De nadie sé que se avergüence de hablar francés, inglés o italiano.
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