El derecho fundamental a la intimidad reviste suficiente entidad como para que quien regenta un bar, un restaurante o una discoteca pueda pedir al cliente la certificación de su estado de vacunación frente al COVID-19.
Esta afirmación jurídicamente hablando es incontrovertida y por ende no necesita de mayor justificación argumental.
Como lo es también poder ejercer el derecho a no vacunarse si uno tiene la firme convicción de que la inyección aplicada con nombre de fármaco salvífico y regenerador es en realidad un placebo o quien sabe si un chip líquido que en nuestro interior, anula nuestra capacidad de discernimiento en libertad.
Ahora bien, la opción personal y legítima de no recibir dosis vacunal no puede ser en ningún caso una decisión que no tenga consecuencias cuando de interactuar socialmente se trata.
Son algunos los que discuten los efectos benéficos del complejo inoculado sin que hayan sido capaces de explicar la realidad empírica de que las distintas soluciones aplicadas (Pfizer y Moderna) en el cuerpo de los humanos con quienes convivimos hayan tenido importante efectividad.
Ese posicionamiento les lleva a defender a ultranza que vacunarse o no es una cuestión neutral, es decir, que tanto puedes hacerlo como no hacerlo y la situación permanecerá invariable, solo sometida al albur de la providencia divina o terrena.
Y dejénme que les diga que es una posición similar a la mantenida en los tiempos de la inquisición, o común a los avatares de ideologías totalitarias como las que el comunismo representa.
Una sociedad moderna y civilizada que celebra y potencia los logros y avances científicos debe huir de la caza de brujas, de las conspiraciones judeomasónicas y de las persecuciones ideológicas que tanto practican los progres del globalismo impenitente, que también lo son.
Por tanto, dejemos de jugar a “tirios y troyanos” y asumamos que la defensa y protección de la salud de todos exige también el compromiso de todos e implica sacrificios colectivos en pos del bien común.
Es de lógica y goza de sentido jurídico, por cuanto el deber de solidaridad nos obliga a concluir que aquellos que, en contra de lo empírico, concluyen que las vacunas no sirven y que es mejor abandonarse al ya escampará, mientras muere mucha gente, han de asumir que su libérrima decisión implica cargar con deberes colectivos para no perjudicar a otros.
Si está testado que el virus se expande mejor en espacios cerrados y con más profusión en los no vacunados, que aquellos que prefieran no hacerlo asuman el coste para no perjudicar a otros que sí lo hacen, teniendo en cuenta que estos últimos son menos contagiadores y por tanto menos peligrosos sanitariamente hablando.
Para ello y para implementar estas medidas restrictivas y criticadas con razón por sus detractores, es preciso que todo aquel que quiera vacunarse pueda hacerlo y una vez que esa circunstancia esté cumplida, que todo aquel que rechace el mecanismo sanitario en ejercicio del derecho a la integridad física concebida a su manera, que al menos sufra el coste de no perjudicar a la salud de los demás, porque siempre es bueno recordar que el ejercicio del derecho a la libertad termina donde empieza el derecho a la libertad del prójimo.
Defender el populismo libertario de “libertad o muerte” es tanto como adoptar posicionamientos intransigentes e intolerantes a la vista de que ni siquiera aquellos que creían tenerlo claro todo han demostrado durante la pandemia serlo siempre y en todo caso. El diario de sesiones del Congreso de los Diputados es buen botón de muestra.
¡Y si al final todo es mentira, esto que escribo también lo será!
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