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El Catalán Opinión

Artículo trigésimo sexto: la duda y la democracia

Por Ángel Mazo
miércoles, 11 de julio de 2018
en Opinión
7 minuto/s de lectura
Artículo primero: sobre qué me propongo y cómo lo voy a hacer

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En mi artículo anterior venía echando de menos dos elementos en las mentes de los secesionistas catalanes (perdone usted la obsesión y la generalización); en cuanto a inteligencia: el espíritu dubitativo. Y en cuanto a ética: el espíritu democrático.

No es casualidad; ambas carencias están relacionadas a través del fanatismo. Decía que dudan poco o nada, y que la duda es la mejor herramienta posible para un pensamiento de calidad (aunque resulte incómoda porque nos interpela); y señalaba que se pasan la vida invocando la democracia como si fueran los únicos y auténticos demócratas…, en realidad es para intentar hacer justificable su comportamiento (de ese modo logran no salir de su esfera de confort y son más dichosos. Nada que objetar, pobrecitos, si no fuera porque termina siendo a costa de los demás).

Normalmente, uno espera ser capaz de detectar a los fanáticos al verles vociferar entre una masa descontrolada, pero los fanáticos no siempre gritan y a veces andan por ahí solos (por no decir “sueltos”). No obstante, cabe aún en estos casos identificarlos, basta observar la contundencia de sus afirmaciones, el hecho de que no admiten la más mínima crítica sin responder con alguna dosis inmediata de agresividad, de que no dudan por lo muy seguros de sí mismos que están, ni argumentan porque no les parece necesario; observar que tan sólo se aferran a sus creencias y no saltan al ruedo desde el burladero (¡huy, perdón, que no quería ofender!).

En un artículo reciente, comentaba que una de las características de la democracia es la alternancia en el poder, y le invité a echar una mirada retrospectiva a las últimas cuatro décadas del gobierno de Cataluña; hoy propongo otra: el pluralismo político, y una mirada actual para observar las reacciones del secesionismo hacia la más que diversa realidad de nuestra sociedad catalana y de la misma composición del Parlament (cierre usted los ojos ahora, y verá el hemi-hemiciclo).

Seguir con el mismo discurso como si nada pasase, como si todo el pueblo pensase del mismo modo (del mismo modo que quiere el secesionismo, ya sabe usted: la historia de agravios sin fin, la dignidad tantas veces herida, la urna en la que entran votos heroicos y de la que sale un mandato clarísimo, el clamor popular espontáneo e inequívoco, sin asomo de dudas) no puede ser otra cosa que fanatismo, porque pocas cosas hay que casen peor con el pluralismo político y, por tanto, con nuestra Constitución y con el propio concepto de democracia.

A estas alturas de la historia, el fanatismo observable en la tierra que me vio nacer y crecer es mucho más que lo que Goethe llamó “espíritu fáustico” (o incesante ansia por conseguir lo inalcanzable, incansable búsqueda de lo imposible; a Sísifo me remito otra vez).

Es menester abrir bien los ojos, entro ya en el meollo: la inercia de la (poca o más bien poca) historia que sabemos, nos hace asociar el fanatismo a los regímenes totalitarios, pero ¿qué nos garantiza que no hay fanáticos instalados en regímenes democráticos?, ¿acaso el sistema político en que uno vive impide al individuo (de a pie o gobernante, votado o no) mantener posturas extremas, más basadas en eslóganes y dogmas que en dudas y argumentos?, ¿o no cabe pensar que el propio sistema incluso favorezca la impunidad de quien dice estar genuinamente en él y comportarse, en realidad, contra él? (bien sabemos que otros fanáticos, como son los terroristas islámicos, aprovechan debilidades estructurales de las democracias occidentales para combatirlas).

Asociamos también a las dictaduras con facilidad, y con razón, los tejemanejes descarados de la opinión pública, pero ¿qué impide que en democracia haya quien la manipule también aunque de forma discreta y hasta subliminal?; ¿de dónde salen los pensamientos que llamamos “políticamente correctos (o incorrectos), únicos”?; ¿no nos estuvo alertando suficientemente Alexis de Tocqueville sobre la tiranía de la mayoría? Por cierto: no creo que imaginase jamás la posibilidad de una mayoría parlamentaria sin mayoría social, el pobre de él, a pesar de todo lo que reflexionó sobre esto: he buscado y visto que murió en 1859 y a D’Hont se le ocurrió su sistema en 1878.

En España, años veinte del siglo veinte, de la dictadura de Primo de Rivera pasamos a la “dictablanda” de Berenguer. Fuera de ella y más recientemente, ha habido que inventarse términos como dictocracia o democradura para designar regímenes que, bajo la apariencia de democracias, funcionan realmente como dictaduras, con su constitución, elecciones periódicas, teórica libertad de expresión, ninguna manipulación de las élites privilegiadas…

Hay quien cree que el fanatismo no se da fuera de los ambientes fundamentalistas que las religiones suelen tener en algún rincón, y que es imposible dentro de las democracias; es la misma gente que habla de democracia como si se tratase de un concepto binario, una dualidad radical: la hay o no la hay. Pero todos sabemos que la democracia tiene lugar en diversos grados, con distinta pureza; y, de hecho, existen estudios que miden el funcionamiento democrático de los países mediante un índice y luego expresan los resultados en forma de “ranking”. Por cierto: recuerdo otra vez que España está en el puesto 19, por delante de varias de las naciones más prestigiosas.

Admitida esta gradación, habrá que admitir también que es posible distorsionar la práctica democrática y que eso puede hacerse de maneras distintas que no precisan siempre de golpes de estado militares ni violencia física (puede ser moral, social o política como he comentado otras veces).

Hay “lobos con piel de oveja”… se suele advertir al niño para que se enfrente a la vida en condiciones; lo mismo debería hacerse con el abducido catalán, que ni siquiera concibe que pueda ser engañado y sigue esperando “la república independiente que no llega” en lugar de “la frustración odiosa que no acaba”, que no entiende que los nacionalismos se empeñan en homogeneizar súbditos para hacerlos “un sol poble” y que eso, en el fondo, no es más que convertir el manido “hecho diferencial” en una obligación esencial más que en una curiosidad circunstancial (demasiada rima hoy, ¡qué mal!).

Ciertamente, hay formas de dominación (lobos) que mantienen apariencia democrática (piel de oveja), totalitarismos que van por ahí dando lecciones de democracia, atractivos populismos que predican lo que la gente quiere oír sobre la mala suerte que tienen todavía y la salvación que pronto les va a llegar. Esa gente, a menudo ignorante de su propia ignorancia, encuentra consuelo en el grupo porque cree que le aporta sabiduría, y abrigo porque le ahorra esfuerzo mental al simplificarle el análisis (los extremos de las dualidades radicales: bueno o malo, independentista o unionista, catalán o español, pacífico o violento, culto o inculto…). Es lo fácil, así no hay que plantear ni resolver dudas, no hay que pensar ni matizar, desaparece lo que Erich Fromm llamó “miedo a la libertad” y, con él, los sentimientos de soledad -durante el ejercicio de pensar- y de responsabilidad -durante el ejercicio de asumir lo pensado-.

Y no pensar supone haber de confiar en otras maneras de resolver el eterno y gran problema de la convivencia, desaprovechando el progreso alcanzado a lo largo de la historia del pensamiento humano, continuar la labor organizativa (observe que eludo decir “la política”) por otros medios (como decía Clausewitz que era la guerra; y, precisamente, guerra es en realidad el nacionalismo, como dicen Macron, Valls y tantos más).

Tal parece que la aparición -en los albores del s.XIX- del liberalismo y el concepto de nación (de soberanía popular y de democracia moderna) generó -medio siglo después- un anticuerpo llamado nacionalismo (inflamación del patriotismo, dije un día) y que las guerras de religión entre iluminados en siglos anteriores pasaron a ser guerras de nacionalismos entre iluminados/inflamados, igual de cruentas unas veces y de lamentables siempre. En un par de semanas volveré a ese siglo para hablar de nacionalismo y romanticismo, verá qué esclarecedor resulta para el análisis del problema que nos traemos entre manos.

“La revolución de las sonrisas”, “somos gente de paz”, “auténticos demócratas”, decían tan ufanos como ingenuos (o mentirosos)… Pero eso, por lo que se ve, solo sirve para la calle (para una calle sin CDRs, lógicamente): vaya usted al Parlament, lea la prensa en el quiosco o en portales de internet, pierda o invierta (según su grado de conocimiento del asunto) algo de tiempo ante una tertulia o informativo de la muy detestable TV3, lea algunos comentarios en las redes sociales, déjese invitar a una cena de Navidad por una familia que aún no haya hecho el tradicional pacto de silencio (si es que queda alguna familia así) y luego ya viene y me cuenta lo de las sonrisas, la paz y el espíritu democrático atestiguados. No obstante, seamos optimistas: las frases con las que empiezo este párrafo ya no se dicen ni en la calle, es decir: ¡algo de hipocresía va quedando atrás!

Por Ángel Mazo


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Sergio Fidalgo relata en el libro 'TV3, el tamborilero del Bruc del procés' como a los sones del 'tambor' de la tele de la Generalitat muchos catalanes hacen piña alrededor de los líderes separatistas y compran todo su argumentario. Jordi Cañas, Regina Farré, Joan Ferran, Teresa Freixes, Joan López Alegre, Ferran Monegal, Julia Moreno, David Pérez, Xavier Rius y Daniel Sirera dan su visión sobre un medio que debería ser un servicio público, pero que se ha convertido en una herramienta de propaganda que ignora a más de la mitad de Cataluña. En este enlace de Amazon pueden comprar el libro.

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