En 2002, Silvia Martínez tenía seis años y era entonces la única hija de sus padres. Vivían en un cuartel de la guardia civil. Una tarde de aquel verano, asesinos con fines políticos activaron un coche bomba con “cincuenta kilos de explosivos rodeados de varios kilos más de tornillos cuyo objetivo era destrozar personas”. La niña estaba jugando en su habitación, la explosión le dio de lleno y su madre, ilesa, se la pudo llevar en brazos, pisando cristales, todavía con un hilo de vida.
Silvia estaba entrando en parada cardiorrespiratoria y mientras que le apretaba la mano a su madre, ésta comenzó a cantarle una nana y le dijo: “Vete tranquila, busca la luz y no tengas miedo”.
Toñi Santiago sostiene que “cuando murió, nos dejaron verla unos minutos para despedirnos de ella. Mi marido no se sentía capaz de pasar a verla y yo le pedí que lo hiciera, porque después se iba a arrepentir para siempre. Estuvimos junto a ella unos minutos”. Que consten en acta la irreparable maldad fanática y el alma de unas víctimas sin consuelo.
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