Catedrático de Derecho Mercantil y periodista, el novelista Miguel Delibes tenía predilección por su libro Mi vida al aire libre, unas memorias deportivas. Calificándose como “un cazador que escribe y un escritor que pesca”, rememoraba a su padre sintiendo la caza como un rito solitario: “saborear el despertar del día, escuchar el silencio, respirar el frío de la escarcha”. Su afición por el fútbol le llevaba a recitar alineaciones, aprendidas con amor: “unos flecos sobre los que nadie va a pedirnos cuentas” y que por eso nunca olvidaremos.
¿Podemos evocar una descripción como ésta?: “Sol amable, bruma ligera, brisa tibia, la bicicleta rodando sola, sin manos, varga abajo, un grato aroma heno y boñiga seca estimulándome (…) cantaba a voz en cuello, con mi mal oído proverbial, fragmentos de zarzuelas sin temor a ser escuchado por nadie, sintiéndome dueño del mundo”.
Miguel Delibes ofrece en estas páginas una receta pertinente para “sesentones reacios a enrolarse en una existencia sedentaria, resueltos a no dimitir de una maravillosa vida al aire libre”: Irse desprendiendo de las cosas que amamos, poquito a poco. Y sostiene que “todo ser nace para aliviar la soledad de otro ser”.
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