Si hay una línea divisoria que para los juristas resulta crítica es en efecto esa: la que separa las acciones de las personas según que las emprendan porque soberanamente quieren o, por el contrario, porque, por una razón u otra, se encuentran obligadas, sea por un ley, un contrato u otras fuentes, en los términos del Art. 1.089 del Código Civil y antes del Derecho Romano.
Tras tantos siglos de reflexión, convendremos en que esa frontera -la del consentimiento, institución de solera pero en la que se sigue apoyando, por ejemplo, la novísima Ley Orgánica 3/2018, de 5 de diciembre, de Protección de Datos Personales y Garantía de los derechos digitales: como si no pinchase uno mecánicamente la tecla del “acepto” mil veces al día en el teléfono móvil- resulta borrosa y cada vez más borrosa, porque los intentos de desplazarla -en el sentido de ampliar el espacio de la voluntario para maquillar las cosas- resultan cada vez más artificiosos.
Muy en particular a partir del momento -hace siglos: las Cortes de León tuvieron lugar en el remoto 1.188- en que, en relación con las obligaciones tributarias, se aceptó (sin duda, con la mejor de las intenciones) que el consentimiento colectivo -mayoritario, diríamos hoy- valiese tanto como el individual. Es la base de la teoría constitucional de la reserva de ley, que, en la democracia representativa, ocupa, con todo merecimiento, el lugar central, pero que, a poco que se piense en la realidad de la partitocracia, muestra sus pies de barro, cuando no fangosos del todo. Y el lenguaje llega a tales extremos de manipulación que hemos interiorizado el discurso de que, para pagar los impuestos, existe un período… ¡voluntario! Una vez más, se demuestra que si las palabras se inventaron fue para esconder a los conceptos.
Y eso sin contar con la realidad de la “servidumbre voluntaria” -gente que considera que hemos venido a este mundo a obedecer-, explicación formulada por un joven pero agudísimo Etienne de la Boetie en 1576, reflejando, se insiste, lo que es un hecho sociológico: que hay gente -sobre todo, por razones ideológicas- que no sólo no quiere la libertad sino que le resulta un verdadero engorro. Pensar obliga a mucho. Y tiene riesgos.
Estas reflexiones tan metafísicas, y tan obvias, tienen que ver con el caso Jordi Pujol, que lleva desde hace años empantanado en los Juzgados de Instrucción de la Audiencia Nacional, sin que nadie acierte a augurarle un final. Todos los imputados -el expresidente de la Generalitat de Cataluña, su numerosa familia o sea, los donatarios, y también los empresarios de allí que fueron donantes- no sólo se encuentran en libertad sino que se pasean a cuerpo gentil por las calles de Barcelona sin problema, a salvo, ahora, del coronavirus. No debe haber ninguna duda de que, si la justicia no estuviera lo condicionada e hipotecada que ya sabemos, ese procedimiento constituiría, tras el caso Palau, el verdadero juicio a la sociedad catalana y a sus redes de mafia.
Mucho más que el proceso del “Procés”, valga la redundancia, cuya mediática vista oral se siguió en la Sala Segunda del Supremo contra algunos pringados: lo propio de la justicia penal, que a quien persigue es, sí, un delincuente redomado, pero no el más delincuente de todos, el señor X, el que manda, que siempre, por hache o por bé, queda impune. Ahora, dictada Sentencia el pasado 14 de octubre, y estando pendientes los recursos en el Tribunal Constitucional y en Europa, hay que poner los ojos en lo importante, “Er mardito parné”. Y de eso trata precisamente el pleito en curso.
Aparte de las contrapartidas directas por la adjudicación de contratos públicos -el 3 por ciento, que en Cataluña y no sólo en Cataluña ha sido, de hecho, una verdadera obligación- o a cambio de la reclasificación o recalificación de terrenos, o sea, los casos de cohecho propio o mordida a la luz del día, lo sean en favor de la persona o del partido, también resulta cierto que hay gente que al político de turno le paga a cambio de nada: por si acaso y para ganar posiciones de cara al futuro. Una suerte de acto de vasallaje. Y entre tanto, si es que no has salido favorecido de la adjudicación del concurso, debes guardar un silencio sepulcral porque, si te portas bien y tienes un poco de paciencia, a lo mejor la siguiente vez te toca a ti.
Podrían entenderse, en cierto sentido, como actos voluntarios, aunque el autor del Código penal, en un rasgo insólito de lucidez, puso el ojo sobre ellos. Es el famoso “cohecho impropio” del Art. 422.2, cuyo donatario es “la autoridad o funcionario público que, en provecho propio o de un tercero, admitiera, por sí o por persona interpuesta, dádiva o regalo que le fueren ofrecidos en consideración de su cargo o función”: lo trinca uno en consideración al mero hecho de estar en la poltrona, antes de haber movido un dedo. Pero aun así, y por muy voluntario que resulte todo –dicho sea entre comillas, por supuesto-, no deja de ser delito. En el que recibe y también –sin él no habría nada- en el que aporta.
Porque lo indiscutible es que no puede haber un donatario sin un previo donante, en el cual sin embargo los Códigos Penales no suelen poner el foco sino de manera indirecta y como mero reflejo. Y de los jueces, qué decir: estamos hartos de ver en los banquillos, y en las cárceles, a los Bárcenas de rigor -los perceptores-, pero no a quienes, a cambio de algo inmediato o simplemente por la expectativa, los han enriquecido. Como si el dinero hubiese caído del cielo.
Y eso sin contar con los paganinis por así decir ideológicos: los que tenían (y la tienen) la causa nacionalista como una religión y por eso contribuían, por supuesto no siempre de manera del todo desinteresada, porque nadie ignora el arte de adorar el santo por la peana. De hecho, los Pujol se habrán enriquecido ilícitamente -en eso se basa todo-, lo cual significa que el dinero ha tenido que salir de algún sitio, pero los que eran los dueños de la pasta no se han quejado -como si el peaje hubiese sido algo así como una obligación meramente moral aunque, eso sí, inesquivable- y, de hecho, se insiste, nadie increpa al el ex-President cuando se exhibe por Cataluña: como si no hubiese afanado nada. Desde el punto de vista de la opinión pública -un juez que en otras muchas ocasiones se muestra implacable y carece de misericordia: “¡al ladrón, al ladrón!”-, aquí pareciera que si acaso alguien pagó fue por lo desbordante de su magnanimidad. Debe ser aquello de “España y yo somos así, señora”.
Deslindar todos esos escenarios -por qué la gente paga, qué mecanismos psicológicos funcionan en lo más profundo de cada quien- no resulta sencillo. Hace ya casi un siglo, en 1925, Marcel Mauss, discípulo y sobrino del gran Emile Durkheim, publicó en París un libro que sigue siendo clásico: “Ensayo sobre el don”, con el subtítulo “Forma y función del intercambio en las sociedades arcaicas”, estudio que, por haber tenido por objeto los códigos, los reales, no los de papel, de algunas sociedades no occidentales -como Polinesia, Melanesia y noroeste de América del Norte- podemos entender como perteneciente a la etnología.
Pero eso no significa que Mauss no dedicara su mirada, perspicaz donde las hubiera, a algunos ordenamientos europeos premodernos, en el sentido de anteriores a que la cultura social –el comercio, que es la clave de todo- se viese imbuida por los elementos de formalización o ritualización. De hecho, a nuestras leyes de procedimiento se las sigue llamando “rituarias”, como evolución modernizadora de lo que inicialmente eran ideas simbólicas o incluso míticas, cuando no abiertamente mágicas o de brujería. Más aún, con anterioridad a que, con las Doce Tablas, entrase en la civilización (primero transalpina, luego europea y finalmente universal) la idea del formalismo legalista. Más aún: su consideración como un progreso de los tiempos.
Las sociedades del mediterráneo occidental en su cara norte tienen unos códigos mercantiles (códigos, insisto, de hecho, por supuesto: el BOE es un papel -hoy, un sitio de Internet- y sólo de vez en cuando se roza con la vida: una coincidencia más o menos feliz) que hacen que las relaciones entre los empresarios, lo que en Cataluña se llama pomposamente la societat civil, y el poder político se expliquen de otra manera. En el sur de Italia, la insular y la peninsular, los territorios otrora de la Corona de Aragón, las cosas han dado lugar a muchísima literatura, en la que la ficción y la no ficción se antojan difícilmente disociables. Y no digamos lo sucedido en Estados Unidos con esa misma gente cuando cruzó el charco y se instaló al otro lado. El comercio se expandió de tal manera que no existían mercancías donde no se diera, incluyendo por supuesto la vida humana. Contra más se prohibía una cosa –el alcohol o la prostitución, por ejemplo-, mayor auge experimentaba el contrabando.
Y, en cualquier caso, nadie ignora que esa divergencia -un país oficial moderno y civilizado en contraste absoluto con un país real con mentalidades y hábitos ancestrales y petrificados- tampoco resulta sorprendente. La coexistencia de diferentes tiempos culturales -de diferentes mentalidades- en un mismo espacio es lo propio, por ejemplo, de los países de Iberoamérica, donde lo futurista y tecnológico se mezcla con lo precolombino. Octavio Paz (“El laberinto de la soledad”, 1950) explicaba que en México convivían jacobinos de la era terciaria y católicos de Pedro el Ermitaño. Pasando ya a la ficción -lo real maravilloso, si es que tal cosa se puede adscribir sin matices a la ficción-, la cita de referencia es por supuesto la de la novela “Los pasos perdidos”, de Alejo Carpentier (1953), sobre las tribus de la desembocadura del Orinoco en Venezuela. No es un asunto nuevo, en efecto.
Lo mismo, con los matices que se quieran, cabría decir del Madrid de los últimos tiempos del reinado de Isabel II o de los inicios de la restauración canovista: la realidad era la que se cuenta en “Tormento” o “La de Bringas”, con toda la sordidez y la aspereza de las relaciones sociales en un contexto en el que la lucha por aparentar constituye el verdadero motor de la existencia humana y tiene tanta fuerza que se puede llevar por delante haciendas y aun vidas. Como decía Clarín al reseñar “Miau”, Galdós está “enamorado de la realidad por ella misma, porque es verdad, y sobre todo de la verdad de los fenómenos sociales”, lo que tiene como consecuencia que “traslada a sus cuadros literarios la vida entera, como la contempla, sin esconder, con mucha fuerza, con mucha exactitud, como pocos han podido hacerlo”.
En relación con la sociedad de Cataluña, aunque últimamente ha dado lugar a muchos libros, no todos soporíferos, sigue faltando un conocimiento mínimamente profundo de la realidad. El libro de Antonio Soler, “Apóstoles y asesinos”, de 2016, es una novela histórica sobre la Barcelona del pistolerismo -la de las dos primeras décadas del siglo XX: “la Chicago de Europa”- que toma como protagonista a Salvador Seguí, “el Noi del sucre”, el líder anarcosindicalista asesinado en 1923: libro espléndido, dicho sea de paso. Pero todo es ya historia. Y más antiguo aún es el tiempo –la Exposición Universal de 1880- en el que Eduardo Mendoza pone “La ciudad de los prodigios”, con el simpar Onofre Bouvila –una suerte de Prenafeta de la época- en el papel estelar. Aunque a la Barcelona del final del siglo XIX y comienzos del siglo XX le falta un Galdós, como es obvio, Juan Marsé tardó cien años en llegar.
Y eso sin hablar de los estudios sobre el carlismo en el medio rural, en el contexto de la trazabilidad ideológica del actual independentismo –es su precedente inmediato, sin duda-, donde los nombres de Jordi Canal y Conxa Rodríguez, la biógrafa del General Cabrera, resultan de mención obligada.
Bien sabemos que no existe Derecho Penal sin Criminología -el jurista ha de ser, antes que nada, un sociólogo, o un psicólogo social, si se quiere decir así- y, aunque el juicio del caso Palau comenzó a arrojar alguna luz sobre el funcionamiento real de la vida económica barcelonesa -todo la luz que cabe esperar en un contexto en el que la opacidad y el silencio, o sea, lo propio de un mercado negro, son el mismísimo Catón-, tendremos que esperar a la vista oral del caso Jordi Pujol, si es que acaso acaba llegando, para terminar de elaborar un who is who (y un what is what) de lo que realmente es aquello.
Lástima que no tengamos un Marcel Mauss vivo y que hubiese aplicado sus conocimientos etnográficos a esa sociedad, que, por lo que podemos intuir, debe arrojar un cuadro fascinante. Nuestro autor, por ejemplo, afirma en las conclusiones -luego de haber estudiado y explicado con detalle el potlach y la kula– que “el sistema que proponemos llamar sistema de prestaciones totales, de clan a clan -aquel en el que los individuos y los grupos intercambian todo entre sí-, constituye el sistema económico y de derecho antiguo que podemos constatar y concebir. Constituye el fondo del que proviene la moral del don-intercambio”. No hace falta ser un lince para ver que ahí puede tener su origen la obsesión catalana por las balanzas fiscales en España: igual no es algo privativo ni original de la gente del Liceo, sino que la preocupación viene de muy lejos, en el espacio y en el tiempo.
Pero volvamos al caso Jordi Pujol, del que circula la leyenda urbana de que estaba paralizado porque los imputados –más los donatarios que los donantes, para decirlo todo- tenían al Rey Emérito agarrado por las tripas y con eso chantajeaban a lo que se llama “los aparatos del Estado”, de los que por supuesto forman parte los jueces y fiscales por mucha independencia que proclame, con su habitual ingenuidad, la Constitución. Será verdad o será mentira, pero lo cierto es que, a partir del feliz comunicado de la Casa Real de 15 de marzo, el globo se ha pinchado -¡albricias!- y, caso de haber existido alguna vez ese obstáculo, ya nos lo hemos quitado de encima.
Si todo va como debiera ir, en un plazo prudencial -en marzo de 2021, a todo tirar, a reserva de las prórrogas acordadas a causa del estado de alarma-, debe estar concluida la instrucción y se señalaría fecha para el inicio de la vista. A ver quienes -entre los donantes, que es lo que de verdad importa- se sientan en el banquillo y qué sacamos en claro sobre cómo ha funcionado esa sociedad (desde 1980, nada menos), la de las reuniones en Sitges del Círculo de Economía y las Asambleas de gente tan exquisitamente equidistante y dada al diálogo como los de Foment del Treball. Pero, se insiste, siempre nos faltará un Marcel Mauss que haya puesto sus ojos científicos y objetivos ahí.
Total, los rasgos de las sociedades arcaicas pueden haber subsistido, porque, aunque el esquema ha pasado a ser distinto a partir de la invención de la moneda (presupuesto de un mercado que merezca ese nombre), lo cierto es que los molinos de la historia muelen lentamente y a veces se topa uno, dentro de lo que aparece como moderno, con rasgos de lo más primitivo y tribal. Es lo que, por lo que ahora nos concierne, volviendo a lo dicho al inicio, ocurre con el trazado de la raya -resbaladiza como el jabón, ciertamente- entre lo voluntario y lo forzoso a la hora de dar un dinero.
Pompeu Gener Babot (1846-1920), nacionalista catalán de confesada militancia en las tesis supramacistas, era de la idea (“Heregías”, 1887), que intentó apoyar en bases científicas, de que la sangre de los españoles, aunque indoeuropea, se había contaminado a partir de la reconquista de elementos semíticos e incluso presemíticos. El diagnóstico terminó siendo así de espeluznante:
“España está paralizada por la necrosis producida por la raza de sangres inferiores como la semítica, la bereber y la mongólica, y por expurgo que en esas razas fuertes hizo la Inquisición y el Trono, seleccionando todo lo que pensaban, dejando apenas como residuo más que fanáticos, serviles e imbéciles. La comprensión de la inteligencia ha dejado aquí una parálisis agitante. Al sur del Ebro los efectos son terribles; en Madrid la alteración morbosa es tal que casi todo su organismo es un cuerpo extraño al general organismo europeo”.
Pues bien, “desgraciadamente la enfermedad ha vadeado ya el Ebro, haciendo terrible presa en las viriles razas del norte de la Península”. Algo espantoso, porque fue por ahí por donde lo que era un paraíso acabó degenerándose: “Así la actividad del pueblo catalán se dirigió todo entero a fomentar ese elemento de inferioridades que lleva consigo desde que se lo comunicaron los fenicios: EL COMERCIO. Así, esta función que constituye el fondo del pueble judaico pasó a constituir el suyo”.
Dicho de otra manera: que la influencia fenicia (la que divulgó por el mediterráneo el comercio) resultó nociva y si acabó alcanzando a Cataluña fue a través de la nefanda y arcaica Castilla, junto por cierto con el caciquismo y la mala administración. Los de Tiro y Sidón terminaron llegando a Girona tras un rodeo por Valladolid. O sea, que lo autóctono del noreste de la península era otra cosa (y buena), que había ido quedando lamentablemente soterrada.
Gener (que, a partir de un cierto momento, pasó a firmar como Pompeu) murió –pobre y demente- en 1920, por cierto el mismo año que Galdós: se cumple un siglo justo. Si hubiese vivido hoy, habría podido someter a escrutinio la evolución de la mentalidad de sus paisanos luego de cuarenta años de autonomía en lo educativo y de inmersión lingüística, dándose lugar a ese tipo de sociedad y de empresarios que son los que componen el dramatis personae –sobre todo, se insiste, los donantes- que se van a sentar en el banquillo.
De sus declaraciones –no siempre sinceras, por supuesto: ya se sabe que al acusado le asiste el derecho constitucional a no decir la verdad o incluso a escarnecerla de manera abierta- tal vez podremos finalmente sacar alguna pista acerca de lo más profundo e insondable de los planteamientos que allí se tienen sobre lo que es el comercio y de esa suerte poder avanzar en el análisis de su trazabilidad ideológica: ¡cómo hemos podido terminar llegando a esto! Igual al fondo de todo acabamos encontrándonos con algo parecido a lo que vio Marcel Mauss en los grupos que estudió. Y no resulta de descartar la sorpresa: que la modalidad catalana del espíritu comercial sea en realidad autóctona –endémica, si se quiere-, es decir, no de origen castellana y ni tan siquiera de ascendencia fenicia.
Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz
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