Existe una forma nada discreta de robot democrático. Se trata de una tipología, paradójicamente humana, que suele funcionar en momentos especialmente sensibles o pertinentemente abanderados por los medios de comunicación. Entre los elementos centrales que jalonan la ejecutoria del robot democrático encontramos todos los “istas” que uno pueda imaginar y que, claro está, convocan siempre a los universales del momento (salvar la comunidad, la identidad, el colectivo). Todo, menos, paradójicamente, la libertad. Para este robot, el estado perfecto es el “estado de emoción”.
Ésta se suele encauzar mediante una serie de sentimientos que van desde la rabia hasta la empatía pasando por la conmiseración, el perdón, el dolor, la risa o la esperanza adolescente de un corazón construido con las manos. Sea como fuere, todos los robots democráticos deben sentir. El sentimiento construye identidad, de tal modo que un tercer puesto en un festival de la canción despierta los instintos empáticos hacia las perspectivas multiculturalistas o inflama los preceptos más rigurosos de la nueva moral y Chanel es convertida en un objeto de la lucha de géneros que hoy en día vivimos.
Lo cierto es que este robot vive su emotividad como un FENÓMENO extraordinario, subyugante. Pero hace trampas. Su mente es el Arca de Noé de las emociones, por lo tanto, es un tipo de persona que vive muy bien en los conflictos o en las etapas finalistas. Revestido de un insultante adanismo, usa y manipula a su antojo matracas identitarias y discursivas que sirven para satisfacer su síndrome de la emotividad y, de paso, engrasa el camino de otros robots que seguirán la senda. Susurra a la libertad, aunque para ello, conculque la ley, la Constitución y las normas básicas de una democracia liberal dentro de un Estado de Derecho.
Nada importa a estos robots identitarios. Dictadores de la negligencia, tejen una fábula sobre el presente, preñada de metáforas sobre la nada y no dudan en descender al averno para hacernos sentir y pensar sobre aquellas cosas que sólo ocupan un lugar primordial en sus mentes. Son especialistas en “nosotros”, de los que dicen saberlo todo; de hecho, en tanto que robots, hasta puede que sepan más que de sí mismos. Como la claridad es patrimonio del filósofo, que decía Ortega, a los robots les queda la impostada cursilería que emana de la emoción permanente. Es muy eficaz, casi una triaca posmoderna que liban a su antojo y que presentan como panacea universal.
Por ello, son capaces de ver que la quiebra del orden constitucional que se produjo en Cataluña en 2017 es el particular mayo del 68 de los separatistas. Que los pactos del gobierno de España constituyen un ejercicio de indiscutible pedagogía democrática o que la inflación galopante es una consecuencia de la Guerra de Crimea de 1853. El sentir lo es todo. Su propuesta se basa en que las únicas ideas legítimas sobre cualquier asunto son las perpetradas por ellos y que debemos respetar la gramática que ellos han tejido, de tal suerte que su lenguaje se convierte en la única forma de comprender el mundo: el lenguaje como norma para ser.
La premisa básica de este andamiaje social es, paradójicamente, que España no es la condición necesaria que explica el resto; tampoco la Constitución, ni tan siquiera los españoles. La prioridad para los robots es el poder en estado puro, ese es el verdadero logro de su existencia como seres finitos. Se trata, como vislumbró Foucault, de una visión estructural, lo que en el caso de la política española se transforma en una forma de concepción de la vida social que se va imponiendo como discurso único en el alma de todos los que están en política. Por este mismo mecanismo se ha instalado en la sociedad española una apatía negligente y acrítica hacia las mentiras y contradicciones de los gobernantes o de los aspirantes a ellos en cualquier territorio de España. La muerte de la crítica política al propio o al diferente es el fin de la humana necesidad de discrepar sobre todos los temas que estén en el ámbito de la convivencia; constituye el preámbulo de una senda que conduce en una democracia de cuyos peligros ya nos avisó Tocqueville.
Gracias a la seducción que estos robots ofrecen a la sociedad, se está tejiendo un proyecto de conspiración contra los mejores y, de paso, contra la excelencia social. Un ejercicio de voluntarismo e ingeniería cívica que anula la voz a los críticos; que usa el pesimismo como arma política y cultural y que cancela los ideales que siempre existieron, aquellos que abogaban el esfuerzo, la crítica y la reflexión. Los contornos ideológicos de los robots democráticos plantean una cancelación cultural de lo clásico y son una exhortación a la enésima destrucción de Troya.
El ciudadano responsable; aquel que aspira a que su voz sea escuchada, no debe dejarse dominar por el secuestro de la razón y del entusiasmo por la libertad que debe presidir su acción, aunque sólo sea, como escribió Josep Pla en su Quadern Gris (1918-1919) “[…] Escribiré lo justo para pasar el rato”. Pues, eso, descifremos, contemplemos y diseccionemos a los finos robots, con su hiperbólica pero minúscula musculatura, esculpida en sus indisimuladas paradojas y, hagámoslo, aunque sea “para pasar el rato”.
José Antonio Guillén Berrendero
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