En las últimas semanas, Pedro Sánchez ha intensificado su estrategia de desviar el foco mediático hacia conflictos internacionales, utilizando ahora la guerra en Gaza como telón de fondo para reconstruir su imagen y alejar a la opinión pública de los casos de corrupción que salpican a su entorno más cercano. Mientras crecen las sospechas sobre las actividades económicas de su familia y las irregularidades en contratos gestionados por su gobierno, el presidente intenta proyectar una imagen de líder comprometido con la paz mundial, cuando en realidad parece más interesado en limpiar su reputación que en resolver los problemas internos del país.
El último movimiento de Sánchez ha sido vincular la participación de España en el Festival de Eurovisión a la situación en Gaza, insinuando un posible boicot si Israel participa en el certamen. Una maniobra que ha generado polémica dentro y fuera de nuestras fronteras, pues convierte un evento cultural y musical en un escenario de confrontación política. Con ello, el presidente busca capitalizar el rechazo de parte de la opinión pública hacia el gobierno israelí para presentarse como un defensor de los derechos humanos, sin asumir que está instrumentalizando un conflicto ajeno para beneficio propio.
Esta misma estrategia parece querer extenderla al ámbito deportivo. Desde La Moncloa ya se deslizan mensajes sobre la posibilidad de que España no juegue contra Israel en el próximo Mundial de Fútbol, si ambas selecciones llegan a enfrentarse. Un planteamiento que roza lo absurdo y que amenaza con politizar aún más el deporte, utilizando a la Selección Española como herramienta propagandística. El fútbol, que siempre ha sido un espacio de unidad nacional, corre el riesgo de convertirse en otro campo de batalla en el que Sánchez intente lavar su imagen internacional.
Lo preocupante de esta táctica es que, mientras Sánchez se exhibe en foros internacionales y plantea boicots mediáticos, en España continúan acumulándose escándalos. Las investigaciones sobre contratos adjudicados durante la pandemia, las comisiones millonarias y las conexiones empresariales de su entorno siguen avanzando. Sin embargo, estos temas quedan relegados a un segundo plano por el ruido que genera cada nueva maniobra del presidente en el plano exterior. La estrategia es clara: cuanto más hable el país de Gaza o Israel, menos hablará de la corrupción que amenaza a su propio Ejecutivo. De ahí que Sánchez animara a los radicales – como así hicieron – a reventar el final de la Vuelta Ciclista a España el pasado domingo en Madrid.
El problema es que esta cortina de humo no solo engaña a la ciudadanía, sino que también erosiona la credibilidad internacional de España. Los socios europeos comienzan a percibir que Sánchez antepone sus necesidades políticas personales a los intereses comunes, mientras usa el prestigio y la voz de España en organismos internacionales como escudo para su supervivencia. Convertir en arma diplomática el sufrimiento de otros pueblos no es signo de liderazgo, sino de desesperación política.
Además, esta forma de actuar degrada el debate público y divide a la sociedad. Las causas justas, como la defensa de los derechos humanos, dejan de ser fines en sí mismos para convertirse en simples herramientas de marketing político. Así, quienes cuestionan a Sánchez son presentados como insensibles al drama en Gaza, cuando en realidad solo señalan el oportunismo de un presidente que ha hecho de la polarización su estrategia de gobierno.
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