«L’important… l’important és… que Catalunya sigui catalana!!!». Con esta arenga lanzada desde un balcón celebraba Jordi Pujol su cuarta victoria electoral consecutiva en la noche de las elecciones autonómicas del año 1992, ante la masa enfervorecida de acólitos que lo aclamaba en la calle.
La frase ya había aparecido en portada de La Vanguardia algunos días antes, revelando la simbiosis entre poder político y prensa subvencionada, característica de su régimen. Expresada en ese contexto, constituía la declaración del principal programa político a seguir a partir de entonces por la administración regional: la aculturación de la población castellanohablante de Cataluña, a la que se ha entregado dicha administración desde hace ya décadas sin límite de recursos ni de atención a cualquier otra consideración, algo sin parangón en las democracias liberales bajo cuyo modelo se suponía que íbamos a vivir después de la dictadura franquista.
Ya, pero ¿cómo hacerlo sin caer en la represión física? Pues muy sencillo: décadas de maduración de las industrias de la publicidad y del entretenimiento les brindaban multitud de técnicas con las que activar los resortes psicológicos de la gente, que por desgracia, no son los del análisis y la razón, y pastorearla hacia un fin determinado. Para este fin en concreto, la técnica fundamental consistía en el nacionalismo lingüístico: hablad en catalán para ser parte de una estirpe que algún día se desembarazará de la nefasta influencia española y entonces se comerá el mundo.
Todo un sector de la población nos encontramos a partir de entonces con que, si queríamos participar en el debate político, ya no éramos personas con el derecho inalienable a la consideración de ciudadanos. Éramos, aunque perteneciéramos a generaciones ya nacidas en Cataluña, nouvinguts. Gente con una lacra que limpiar, de la que se esperaban dos opciones: o te ponías a imitar pedantemente algo que no eras (y no me refiero al hablar en catalán, sino al postureo ideológico), o renunciar a expresar tus ideas. Claro, si no tienes ideas propias, todo esto te resulta completamente irrelevante. Y precisamente, esta parte de la sociedad amorfa y sin criterio te la ponían como el ejemplo a seguir. Querer opinar sin renunciar a tu punto de vista merecía que te cayera encima la calumnia de querer (vaya usted a saber por qué ibas a tener esa intención) dañar la convivencia. Todo esto, inédito hasta el momento en las relaciones personales entre la gente corriente.
Dicen que una de las constantes del discurso franquista (servidor, nacido en los años sesenta del siglo pasado y, por tanto, ocupada mi actividad mental durante los años que me tocó vivir bajo ese régimen en tareas como el aprender las tablas de multiplicar o calcular el área del triángulo, sólo puedo conocerlo por referencias) era la distinción entre vencedores y vencidos. En Cataluña nos encontramos, cuando el pujolismo se vio bien aferrado al poder, con el recordatorio permanente y obsesivo de la distinción entre autóctonos y foráneos que tenía la intención de mortificarnos a los (supuestos) foráneos con la disyuntiva de, o confundirnos con el paisaje ideológico, o reconocer (falsamente) que procedemos de la miseria más vergonzante.
Por desgracia, la maldad no es incompatible con la inteligencia, y Jordi Pujol se cuidó bien de inocular estas insidias con su pose de patriarca benefactor y su habilidad para decir las cosas de manera ambigua, sobre todo cuando le oían desde Madrid, para que cada tonto se pudiera autoengañar a su gusto, mientras él anava fent.
Y aquí es donde viene la torpeza con la que se ha reaccionado ante esto, y que motiva este artículo: el intento de contrarrestarlo a base de tirar de victimismo social. Una típica demostración de torpeza en una pugna dialéctica es intentar rebatir un argumento con el reverso de ese mismo argumento, con la consecuencia de, aún en la creencia de estar desplegando un discurso diferente, darle la razón al adversario. En el caso que nos ocupa, el victimismo social es el reverso de su supremacismo y exhibir el primero resulta en la confirmación del segundo.
¿Por qué relacionamos lengua castellana o española con clases sociales desfavorecidas? Por un lado, es cierto el hecho diferencial de la sociedad que habla catalán que disfruta de una cierta homogeneidad en torno a un buen nivel cultural y económico, mientras que la sociedad que habla castellano es mucho más heterogénea. Porque clase media de origen castellanohablante, a patadas.
Empresarios de origen castellanohablante, a patadas. Pero también existen clases populares con bajos niveles de formación, precariedad laboral e incluso marginalidad, que son sectores en los que sólo se habla castellano. Y también por otro lado, porque la gente sencilla es más espontánea y más auténtica, y es más difícil arrancarle el hablar una lengua que no es la suya por puro postureo.
Esta fijación por intentar rechazar la política lingüística alegando el desconocimiento del catalán que se supone que es inherente al ser castellanohablante o cuestiones meramente utilitarias viene de que tenemos muy grabado en nuestro subconsciente el no tener que aprender en España otra lengua que no sea el español, y esta situación nueva produce un estado de ofuscamiento de la que los apóstoles de la política lingüística se aprovechan para ridiculizar la reivindicación de nuestra lengua.
Un servidor confiesa que se le llevan los demonios cuando ve que teniendo una lengua que se podría estar trabajando por hacer de ella una de las grandes lenguas de comunicación internacional, con un legado cultural impresionante, aparte de un repertorio musical maravilloso, el argumento para reivindicarla es el pobre de mí, que me van a exigir el catalán y no me van a dar trabajo. Una pose patética siendo el catalán una lengua que prácticamente se aprende oyendo veinte conversaciones.
Las portadas de ciertos diarios madrileños informando en tono compungido de los problemas de algunos profesionales por los exámenes de catalán que se les hacen pasar, queriendo echarnos un cable, lo que hacen es validar la política lingüística. Ante el ciudadano corriente, esas informaciones presentan (se supone que involuntariamente) la inmersión lingüística como una bendición para el futuro de sus hijos (justamente para eso están pensadas esas cacicadas) y a los que nos oponemos a ella, como los aguafiestas que queremos perjudicarles.

Otro error común es el intentar refugiarse en consideraciones legalistas. Esto es consecuencia de que en nuestro subconsciente permanece una creencia de que hay un Estado español interesado en defender la lengua común y que bajo ese interés va a preocuparse por nuestros derechos. Eso no existe. Existe, sí, una Constitución que establece unas instituciones, pero mientras esas instituciones estén ocupadas por individuos particulares que las ven, no como instrumentos al servicio de la colectividad sino como oportunidades para ganarse desde un simple sueldo hasta golosas prebendas, las castañas del fuego solamente nos las vamos a poder sacar nosotros solitos.
Este tema no es una cuestión de comunidades lingüísticas enfrentadas. Es una cuestión de una élite político mediática que ha tomado como caballo de batalla el volver como sea a la Cataluña de hace cuatro siglos en las que se supone que solamente se oía el catalán en la calle. Desde hace mucho tiempo, ya más de lo que duró el franquismo, se llevan aplicando políticas para favorecer el catalán.
Desde el reconocimiento a su oficialidad, la generalización de su conocimiento y la libertad sin cortapisas para la creación y producción literaria y cultural en catalán, vigentes desde hace décadas y que nadie discute, hasta el susodicho jaleamiento identitario, con todo un repertorio de elementos de chantaje moral y emocional, pasando por la exclusión de la otra lengua en la enseñanza, la aportación sin límite de fondos públicos para mantener medios de comunicación, el menoscabo de la cooficialidad de la otra lengua, cuotas de emisión obligatoria en las cadenas radiofónicas, campañas publicitarias, etc, por lo que seguir insistiendo con este tema por parte de esos sectores dominantes ha dejado atrás lo que podría ser una comprensible defensa del catalán tras una dictadura militar para entrar directamente en que no soportan oír el castellano por la calle, cosa que sigue ocurriendo generosamente en muchas zonas muy pobladas de Cataluña. Y no podemos dejarnos dominar por esta gente. No es de recibo tener en el siglo XXI una élite dominante en el cogote juzgándote por asuntos que son de tu incumbencia personal. No es de recibo tener a estas alturas a una clase sacerdotal que te diga: ahí tienes la diosa lengua catalana, te arrodillas y le besas los pies.
Por desgracia, tenemos que jugar en esa liga, que ellos dominan tan bien, de la propaganda más burda en la que ellos están desde el minuto 1 de la recuperación del gobierno autonómico. No se trata de bajar a su nivel, en el que ya han traspasado los límites de decoro de una sociedad madura. Pero sí dejar claros una serie de puntos básicos que transmitan a la gente una mentalidad de resistencia.
1. En la Cataluña del siglo XXI, el castellano es lengua propia. De la misma manera que la teoría de la relatividad se construye tomando como coordenadas la composición del espacio y el tiempo, el principio exclusivamente territorial que el nacionalismo lingüístico exhibe (la lengua propia del territorio) es incorrecto.
2. A estas alturas, todo el mundo conoce el catalán. No hay que insistir más en su aprendizaje. Llevamos décadas de políticas favorecedoras del catalán. Quien sigue utilizando el castellano es por su voluntad y la Administración no tiene ningún derecho a entrometerse. Seguir inventado formas de condicionar las costumbres de la gente entra ya dentro de lo enfermizo.
3. Aprender el catalán no es renunciar al castellano, que es lo que se pretende.
4. No existe el derecho a matar un poquito una lengua porque tenga mejor salud que la otra.
5. No nos achantamos lo más mínimo por el chantaje emocional del nacionalismo lingüístico. El tener orígenes familiares en el resto de España no supone ni un ápice de menoscabo de nuestra condición de ciudadanos ni nos marca como gente de inferior condición cultural o económica.
6. Siempre expresarnos en términos positivos del castellano: el castellano es una magnífica lengua de integración en Cataluña; el castellano es una magnífica lengua de transmisión de conocimientos y es un instrumento que nuestros estudiantes se la están perdiendo.
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