(El pasado 6 de julio fui invitado a dar una Conferencia por el Grupo de Reflexión Política Mogambo. Varios asistentes me han pedido que publique el texto por considerarlo de interés general. Lo presento aquí en dos entregas).
Ayer se fue, mañana no ha llegado, / hoy se está yendo sin parar un punto. / Soy un fue y un será y un es cansado.
Permitidme iniciar esta charla citando a Quevedo. Acabo de publicar un libro, Sabiduría de los clásicos, en el que mantengo una larga y animada conversación con dos gigantes de nuestra literatura, Gracián y Quevedo. Aún a riesgo de contaminar con cierta sospecha de delirio cuando diga en adelante, confesaré que cuando Benito Padilla me propuso realizar esta conferencia, enseguida empecé a oír voces y susurros, una especie de psicofonía, que pronto identifiqué con la voz de esos dos maestros, que sin duda querían intervenir y continuar así la conversación que durante meses hemos mantenido. Con palabras, también de Quevedo, diré que sí, que
vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos.
Porque eso es leer, escuchar con los ojos. Leer a los clásicos es escuchar voces calladas que “al sueño de la vida hablan despiertos“.
Dentro de este marco de referencias, entenderéis por qué he empezado esta charla con esos conocidos versos de Quevedo que nos hablan del paso tiempo. Vamos a hablar de unos hechos que ocurrieron hace 41 años. Es inevitable que nos preguntemos qué pinta el tiempo en todo esto, qué sentido tiene recordar hechos que se han ido. ¿Se han ido? Esta es la primera pregunta, que nos llevará al lugar en que quiero situar esta reflexión: ¿Lo que ocurrió en 1981, se ha ido? ¿Ha desaparecido? ¿Al recordarlo hoy, estamos hablando del pasado, o del presente y el futuro?
Recordemos el verso de Quevedo: soy un fue y un será y un es cansado. Fijémonos en que dice “soy un fue”, no “fui un fui”, lo que significaría que con el paso del tiempo desaparece definitivamente todo lo que ocurre en él y que nosotros no somos hoy el que fuimos ayer. No, lo paradójico es que dice “soy un fue”, en presente, o sea, que ahora soy lo que fue y se fue, que sin el “fui” no sería lo que ahora soy. O dicho de otro modo: el pasado no desaparece, sigue siendo, sin por ello dejar de ser pasado.
Pero hay más. Dice también “soy un será”, no “seré un será”. De nuevo el futuro, como antes el pasado, se hace presente, es el presente, sin dejar de ser futuro. Y, por último, dice “soy un es”, ahora sí, en presente, pero añade un “cansado”, que otorga a ese “soy” un sentido dramático intenso, el del cansancio de la vida.
¿Qué quiero decir con todo esto? Que nuestro modo de percibir e interpretar el tiempo es fundamental para entender lo que somos, pero también para entender lo que sucede a nuestro alrededor. La primera conclusión es que no podemos considerar al pasado simplemente como algo pretérito, ni al futuro como algo venidero. Para comprender el presente es imprescindible conocer e interpretar el pasado como algo presente, y al futuro como algo que depende igualmente del presente y del pasado.
“No hay estado, sino continua mutabilidad en todo“, afirma Gracián, profundizando en el tema. Y añade Quevedo: “solamente lo fugitivo permanece y dura“. Lo permanente muta, cambia, y lo fugitivo dura. Pensar sobre los hechos que sucedieron en torno al Manifiesto de los 2300 en 1981 es reflexionar sobre eso permanente que cambia y sobre eso fugitivo que dura, referido, en este caso, a todo lo que tiene que ver con el nacionalismo separatista, por un lado y, por otro, con la política apaciguadora que ha sido la política dominante durante todos estos años, con la que se ha querido encarar el proyecto independentista. ¿Qué es lo que, mutando, permanece en el nacionalismo y en la política claudicante, y qué es lo fugitivo o transitorio que, sin embargo, ha durado y sigue actuando en estos dos ámbitos? Para responder a estas preguntas hemos de elaborar una teoría sobre el nacionalismo catalán, paralela a una teoría sobre el funcionamiento de la democracia en España.
No voy a desarrollar esta idea porque ya lo hecho en mi libro España sentenciada pero no vencida, donde no sólo hago un repaso de hechos fundamentales ocurridos durante los últimos 40 años, sino que elaboro una teoría política sobre el nacionalismo catalán y, al mismo tiempo, busco una explicación al funcionamiento claudicante de las instituciones básicas de nuestra democracia, especialmente el poder judicial.
Adelantándome a las conclusiones, diré que el primer efecto del Manifiesto de los 2300 fue sacar a la luz pública la existencia de un problema, no sólo lingüístico, sino político, en Cataluña, y que ese problema afectaba a toda España. De pronto Cataluña dejó de ser el modelo de progreso, libertad y estabilidad democrática que había sido durante la transición, como Tarradellas se había empeñado en mostrar, para convertirse en un problema. ¿Por qué se produjo este impacto, este cambio, dentro y fuera de Cataluña?
Aclaremos lo del impacto. Federico Jiménez Losantos, en su libro Barcelona la ciudad que fue, dice que el Manifiesto despertó “una tormenta social como probablemente no ha conocido Cataluña, en términos políticos, desde la guerra civil” (p.322). Así fue. No me refiero sólo a que el Manifiesto dio lugar a un programa televisivo de amplísima audiencia, como fue el debate en La Clave de José Luis Balbín, recientemente fallecido (cinta que, por cierto, ha desaparecido de los archivos de TVE sin dejar rastro ni copia), ni tampoco a que el tema ocupó varias páginas durante meses en todos los periódicos nacionales, a lo que hay que añadir la conmoción que produjo el atentado contra Federico Jiménez Losantos. El impacto fue más allá de lo mediático, afectó a la imagen de Cataluña, como hemos dicho, pero también sembró dudas sobre el rumbo que debía tomar el proceso autonómico, rumbo que dio lugar a otro acontecimiento decisivo del momento, el intento de golpe de Estado de Tejero, Milans del Bosch y otros. O sea, que el Manifiesto puso de manifiesto los problemas políticos más importantes del momento.
Pero hay más: el modo como la clase política se enfrentó a lo que denunciaba el Manifiesto, fue un adelanto de cómo esa misma clase política iba a reaccionar y a abordar esos gravísimos problemas. Podemos leer hoy, por tanto, todo lo sucedido en torno al Manifiesto como una guía o un mapa de lo que luego sucedió, un modelo de actuación que, si bien ha entrado en crisis, sigue siendo todavía hoy dominante en partidos tan importantes como el PSC y el PSOE, e incluso en el actual PP, un PP, junto al PSOE, que, con su ceguera y cobardía, han sido los verdaderos responsables de lo sucedido durante estos últimos 41 años. Los nacionalistas no son responsables, sino culpables, porque no han hecho sino lo que es natural y consecuente con su naturaleza, del mismo modo que la naturaleza del escorpión es picar y matar a sus víctimas.
Permitidme, llegado a este punto, que esboce una teoría sobre el valor que determinados hechos tienen en nuestra vida, tanto la personal como la pública o colectiva. Podríamos definirla como “el valor seminal de los principios” o “la información profética de los comienzos”. El supuesto básico de esta teoría sería el afirmar que los hechos iniciales contienen en miniatura, o como una semilla, los sucesos posteriores. No se trataría tanto de una relación de causalidad, sino genética o embrionaria, de tal modo que podemos ir comprobando cómo los hechos posteriores están preanunciados o contenidos en los hechos iniciales.
O sea que, si leemos y analizamos con atención cómo se produce el comienzo de algo, podremos adelantar, casi proféticamente, lo que va a suceder posteriormente. Podemos aplicar esto a nuestra vida y comprobar hasta qué punto esta teoría es válida, analizando, por ejemplo, cómo fue nuestra primera relación con alguien y seguramente descubriremos cómo en ese primer encuentro estaba contenido, como en una ruta marcada por un GPS, el desarrollo y el futuro de esa relación.
Si consideramos al Manifiesto de los 2300 como un mapa y lo desplegamos, encontraremos todos los elementos de la ruta separatista y la paralela reacción apocada del poder institucional y político en cada momento. Este mapa sería el de la toma de conciencia en España de que el eufemísticamente llamado “conflicto de Cataluña” iba a ser uno de los problemas centrales de nuestra democracia, el problema más grave, permanente y desestabilizador del régimen constitucional y democrático recién establecido. Esto, que hoy pocos se atreverán a poner en duda, no estaba nada claro antes del Manifiesto. Por primera vez, quien quiso, pudo darse cuenta de lo que encerraba y ocultaba lo que entonces se llamaba el catalanismo. Digamos que el huevo del catalanismo eclosionó prematuramente, como por accidente, y no hubo modo de ocultar el dragón que incubaba. Desde entonces decir catalanismo es sinónimo de nacionalismo, y nacionalismo, de separatismo independentista.
A partir del Manifiesto, digo, la mayoría de los españoles que quisieron pudieron darse cuenta de que, no sólo había un problema en Cataluña, sino que España tenía un grave problema con el nacionalismo catalán que acabaría contaminando y condicionando toda la política nacional. Los catalanistas internamente lo celebraron, porque siempre han querido presentar el “conflicto” como un enfrentamiento entre Cataluña y España, primera falacia que hay que desterrar del discurso, porque consagra la existencia de Cataluña como un ser aparte, diferente e irreconciliable con España.
Dejemos bien claro que el problema, por tanto, no es sólo de Cataluña (ni del País Vasco, Galicia…), ni van a ser los catalanes solos los que lo solucionen, ni que la solución pueda pasar por desmoronar España con la fórmula que sea (federal, confederal, plurinacional). La solución solo podrá venir, y adelanto otra conclusión, de un movimiento mayoritario, tanto en Cataluña como en España, que exija la derrota política e ideológica del nacionalismo, por un lado, y la derrota, igualmente política e ideológica, de cualquier proyecto claudicante, apaciguador, que acabaría destruyendo el sistema constitucional y la igualdad entre todos los españoles.
Podemos leer el Manifiesto, por tanto, como un acontecimiento inaugural en que el nacionalismo reveló por primera vez su verdadera naturaleza, desplegó sus armas y métodos más eficaces para atacar y defenderse, desveló sus fines y actuó en función de sus objetivos con determinación y coherencia. Métodos que luego se han repetido con una obstinada perseverancia, guiados por la máxima que sostiene desde entonces al secesionismo: ni un pas enrere, ni un paso atrás. En nada. Cojan cualquier tema, cualquier asunto, cualquier ámbito de poder, económico, social, cultural, mediático, competencial, asociativo… Lo que sea, como sea y donde sea: allí donde el nacionalismo ha puesto su mano, su garra, su guante de terciopelo, su barricada o su pira incendiaria, y hasta su mirada, de allí no se ha movido, no ha retrocedido ni un milímetro en su conquista del territorio.
El Manifiesto por la igualdad de derechos lingüísticos en Cataluña, que este era su título, declaraba inequívocamente su contenido y propósito desde el inicio, lo que no impidió que sus detractores lo identificaran con un burdo ataque contra Cataluña, obra de franquistas y golpistas. Fue publicado en el Diario 16 el 12 de marzo, acompañado por las 20 primeras firmas, de las 2300 recogidas en aquel momento. Aclaro, porque todavía algunos me lo preguntan, que fui yo quien escribió el texto del Manifiesto, con un par de pequeños añadidos de Federico Jiménez Losantos. (Debo decir que también he sido el autor del Manifiesto en defensa de la nación constitucional y por la igualdad de todos los españoles que, promovido por Impulso Ciudadano, se difundió el 12 de marzo de 2021 con motivo del 40 aniversario del primero, y que fue apoyado por más de 500 firmas, a cuya cabeza figuraba Mario Vargas Llosa y algunos de los supervivientes de 1981, Amando de Miguel, Federico Jiménez Losantos y yo, entre otros).
Como todos sabemos, el 23 de febrero de 1981 se produjo un intento de golpe de Estado, lo que aconsejó posponer unas semanas la publicación del Manifiesto para evitar la posible asociación entre un hecho y otro. De poco sirvió pues desde el primer día los medios catalanistas nos hicieron seguidores de Tejero; vamos, que pasamos a formar parte de la trama civil del golpe. Una de las pruebas más evidentes la encontró un periodista iluminado que descubrió que el 25 de enero, fecha que figuraba al final del texto por ser el día en que acabé de redactarlo, conmemoraba nada menos que la víspera de la entrada de las tropas franquistas en Barcelona en 1939. ¡Todo encajaba! Nadie se paró a explicar cómo Amando de Miguel y yo, por ejemplo, figuráramos días antes como firmantes de otro manifiesto, Por la democracia, en contra del golpe de Tejero, al lado de nombres como J.L. Aranguren, Carandell o Rubert de Ventós, que luego nos acusaron públicamente de franquistas.
Si analizamos las reacciones que provocó el Manifiesto, podemos establecer una especie de guía o patrón del activismo independentista, un modelo de acción que desde entonces se ha repetido siguiendo siempre los mismo pasos.
1) Negar los hechos denunciados: siempre son mentiras y calumnias y, por tanto, quienes los difunden, unos miserables.
2) Denigrar y demonizar a los denunciantes mediante el insulto y el desprecio: anticatalanes, fascistas, franquistas, lerrouxistas y españolistas fueron entonces los calificativos más usados.
3) Amenazar, intimidar a través de la prensa, la radio, pintadas, panfletos, llamadas de teléfono, manifestaciones y concentraciones, y también mediante actos violentos. (El atentado de Terra Lliure a Federico Jiménez Losantos; las amenazas de muerte a José Carralero que recibió por teléfono su hijo pequeño; pintadas en la casa de Alberto Cardín: Cardín fot el camp, ocupant fot el camp).
4) Darle la vuelta a los hechos y transformarlos en agravios y ataques contra el catalán y los catalanes: victimismo. (El atentado de FJL lo preparó él o alguien de su entorno, se llegó a insinuar, hablando de “oscuro atentado”, de un “grupo desconocido”… Recordemos que ERC y CiU nunca condenaron este atentado).
5) Apelación a Cataluña y los catalanes como una entidad y una unidad sagrada, sujeto último receptor de todas las ofensas y agravios, en cuyo nombre se actúa y que justifica, como bien supremo que es, cualquier acto en su defensa.
6) Uso de figuras de prestigio como argumento de autoridad y justificación de la campaña de desprestigio contra los firmantes (Vázquez Montalbán, Carlos Barral, Gil de Biedma…, la gauche divine de entonces).
7) Utilización de charnegos agradecidos y asimilados como contraprueba fáctica (había muchos en las filas del PSC y el PSUC).
8) Control del lenguaje, uso constante de una ambigüedad calculada. Las proclamas de españolismo de Pujol, por ejemplo, que llegó a ser nombrado por el ABC español del año en 1984. Palabras como bilingüismo, cooficialidad, nacionalidad, lengua propia, cohesión social, integración, construcción nacional, normalización, derecho a decidir, etc. son algunos ejemplos.
9) Control y movilización de la sociedad civil, de todo tipo de asociaciones (deportivas, culturales, folklóricas, corporativas, gastronómicas, regionales, sindicales, etc.). A todas las presionaron para que se posicionasen en contra del Manifiesto mediante chantajes, sobornos y amenazas. La Crida a la Solidaritat en Defensa de la Llengua, la Cultura i la Nació Catalanes, fue una organización que se creo aquellos días como reacción contra el Manifiesto y que iba a convertirse en la fueza movilizadora más importante del independentismo durante varias décadas y que ya entonces, el 24 de julio de 1981, organizó el primer gran acto multitudinario abiertamente separatista. Reunió en el Camp Nou unas 80.000 personas.
10) Señalamiento público, marginación, aislamiento, rechazo social de todo el que se opuso al discurso oficial, especialmente en el ámbito de la enseñanza y los sindicatos, donde se persiguió y eliminó de modo implacable cualquier disidencia.
Todo esto se produjo a raíz de la publicación y difusión del Manifiesto y de la gran adhesión que provocó. Debo aclarar que no organizamos ninguna campaña de recogida de firmas, que todo fue espontáneo y no planificado. La mayoría de las firmas empezaron a llegarnos recogidas por personas que desconocíamos, como las más de 1500 de los obreros de SEAT, caso del que nos puede hablar su protagonista, Juan Carlos Torrubia, aquí presente. Hablamos de los obreros de Seat, del buque insignia de la lucha obrera antifranquista, no de los pijos de Sarriá, para entendernos. Seguimos recibiendo firmas durante unos meses, y cuando teníamos más de 23.000 decidimos no recoger más. Nada podíamos hacer con ellas, y daba igual que llegáramos a cien mil o a medio millón.
Es cierto que intentamos canalizar aquel movimiento creando una asociación cultural a la que queríamos llamar Cervantes. Pensamos en alquilar un local y empezar a organizar algunas actividades, pero para ello necesitábamos un mínimo de recursos. Se lo planteamos a Martín Villa, que entonces era Ministro de Administración Territorial, solicitándole una ayuda. Hice dos viajes a Madrid expresamente para entrevistarme con él un su despacho de la Castellana hasta que me convencí de que no íbamos a tener ningún apoyo. El dinero, decía, tenía que salir de los fondos reservados de la Presidencia, entonces en manos de Leopoldo Calvo Sotelo. En realidad Martín Villa tenía un pánico cerval a que en Cataluña se supiera que el Gobierno apoyaba alguna “operación españolista”.
El manual de tácticas empleadas por el nacionalismo para contrarrestar el efecto del Manifiesto contiene, como vemos, los elementos esenciales del modus operandi del independentismo catalán desde sus inicios. Métodos que no han cambiado, salvo en intensidad. Esto nos obliga a contestar a la pregunta de qué es el nacionalismo catalán, cuáles son sus rasgos esenciales, y hasta qué punto la historia posterior al Manifiesto no es más que un despliegue de esos rasgos esenciales y una adaptación a los distintos momentos del proceso. El Manifiesto podemos decir que expresa el inicio de un ciclo histórico en el que todavía estamos inmersos, cuya línea de continuidad podemos trazar hasta hoy mismo.
(Fotografía de Cristina Casanova)
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