La política exterior del Gobierno de Pedro Sánchez ha provocado un severo e inédito deterioro de la imagen internacional de España. Lejos de actuar como un actor fiable y con visión de Estado, la diplomacia española se ha convertido en una herramienta al servicio de la supervivencia del ejecutivo, con resultados catastróficos para la credibilidad nacional.
La relación con el Magreb es el ejemplo más elocuente de esta deriva. Sánchez ejecutó un giro unilateral e incomprensible sobre el Sáhara Occidental, rompiendo el consenso diplomático de décadas. Este movimiento, jamás explicado de forma convincente por el PSOE, fue un error estratégico con múltiples consecuencias negativas.
La decisión de alinearse con la postura de Marruecos generó un grave enfado en Argelia, socavando la estabilidad energética española. Además, demostró a la Unión Europea y a la ONU una alarmante falta de seriedad. Moncloa entregó su posición histórica sin obtener ninguna ventaja tangible a cambio.
Marruecos, lejos de corresponder a la cesión, ha mantenido su pulso y presión sobre España. El reino alauí percibe la debilidad de un socio que sacrifica sus principios sin exigir contrapartidas sustanciales. España ha quedado relegada al rol de un «pagafantas» diplomático.
El resultado final es que Rabat está consolidándose como el principal socio estratégico de Estados Unidos en la región. Las inversiones clave en el Mediterráneo se desvían hacia el norte de África, mientras España ve cómo se diluye su influencia en su propia área de interés geoestratégico. Un negocio nefasto para los intereses nacionales.
En el marco europeo, la actuación de Sánchez es vista con profunda incomodidad. El presidente ha utilizado Bruselas para impulsar agendas personalistas, como su maximalismo en el conflicto palestino-israelí y la exigencia de la oficialidad en la UE de las lenguas cooficiales. Este último movimiento es una mera concesión interna para mantenerse en el poder.
En las capitales comunitarias se percibe a Sánchez no como un estadista, sino como un político obsesionado con sus pactos internos. Esta imagen se traduce en continuos fracasos en las aspiraciones españolas, como los reiterados intentos fallidos por obtener puestos de liderazgo en el Eurogrupo. A pesar de ser la cuarta economía del bloque, España ha perdido peso específico.
La diplomacia hacia Hispanoamérica es otro agujero negro. El Gobierno español ha mantenido una preocupante ambigüedad hacia regímenes autoritarios, coqueteando con dictaduras como la de Venezuela. Al mismo tiempo, ha permitido que México incremente sus desplantes contra España sin una respuesta firme.
El deterioro ha culminado con la crisis con Argentina. Las salidas de tono de ministros como Óscar Puente han hundido las relaciones con una potencia regional clave. Mientras el presidente Javier Milei gana relevancia internacional, los lazos con la nación argentina están en su peor momento histórico.
Incluso la relación con Estados Unidos ha sufrido. España ha desaparecido de la agenda estratégica prioritaria de Washington. La Casa Blanca otorga mayor seriedad a otros aliados, mientras Sánchez se conforma con el ninguneo. El coqueteo con el régimen chino, materializado en viajes recientes de líderes socialistas y la concesión de contratos públicos cuestionados a Huawei, ha generado desconfianza entre nuestros socios.
El Mediterráneo, escenario vital para España, es hoy una zona sin liderazgo español. Francia e Italia marcan la pauta en la gestión migratoria y energética. España, desbordada en sus propias fronteras, carece de capacidad para influir en las grandes decisiones regionales, confirmando un aislamiento perjudicial.
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