Cada día, miles de españoles madrugan para ir al trabajo, a estudiar o simplemente para cumplir con sus obligaciones. Muchos de ellos lo hacen confiando en un servicio ferroviario que, lejos de facilitarles la vida, se ha convertido en una fuente constante de frustración. Retrasos, averías, cancelaciones de última hora y trenes abarrotados son ya parte del día a día, especialmente en las redes de cercanías de Madrid y Barcelona.
Sin embargo, pese a esta realidad, los viajeros siguen mostrando una paciencia admirable. Cuando no funcionan los ascensores de las estaciones, se estropean los paneles informativos, o deja de funcionar una catenaria, o descarrila un tren, o se cae el sistema informático, o se estropea la calefacción o el aire acondicionado en los convoyes… La cantidad de incidencias es casi infinita.
La gestión del ministro de Transportes, Óscar Puente, ha convertido la movilidad ferroviaria en una odisea diaria. Los problemas se acumulan tanto en la red de Cercanías como en la de larga distancia. Mientras se multiplican las promesas de mejoras futuras, la realidad presente es cada vez más caótica. Y en medio de este despropósito, los ciudadanos siguen esperando en los andenes con resignación y una templanza que merecen ser reconocidas.

En Madrid, los usuarios del núcleo de Cercanías llevan años sufriendo incidencias que rara vez tienen una explicación clara. Trenes que no llegan, trayectos interrumpidos sin previo aviso y una sensación permanente de abandono. En Barcelona, la situación no es mejor: la red sufre constantes fallos que afectan a miles de personas a diario. Y lo más grave es que estas situaciones se repiten con una frecuencia alarmante, sin que desde el Ministerio se tomen medidas eficaces.
La falta de inversión en infraestructuras, la obsolescencia de buena parte del material rodante y la dejadez en el mantenimiento son algunos de los factores que explican este colapso silencioso. Pero a esto se suma una alarmante falta de planificación y de voluntad política por parte del Gobierno de Pedro Sánchez, que ha priorizado otras agendas antes que garantizar un servicio público esencial como es el transporte ferroviario.
Resulta indignante que en un país que aspira a liderar la movilidad sostenible en Europa, los usuarios tengan que soportar semejante nivel de precariedad. Porque no se trata solo de retrasos: es tiempo perdido, estrés acumulado, oportunidades que se esfuman y una calidad de vida cada vez más deteriorada para miles de trabajadores, estudiantes y familias.
Y sin embargo, pese al maltrato sistemático que sufren por parte de las administraciones, los viajeros mantienen la compostura. No hay huelgas masivas ni estallidos de indignación; solo una paciencia silenciosa que dice mucho del civismo y la responsabilidad de una ciudadanía que no merece ser tratada así. Esa resistencia cotidiana debería sonrojar a quienes tienen en sus manos las soluciones pero siguen mirando hacia otro lado.
El deterioro de la red ferroviaria no es un fenómeno inevitable, sino el resultado de años de mala gestión y desinterés político. Óscar Puente, más dado a la confrontación verbal que a la resolución de problemas reales, ha sido incapaz de revertir la tendencia, y cada día que pasa sin cambios es una nueva decepción para los usuarios.
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