Una de las primeras cosas que me enseñaron en las clases de derecho penal, en la Universidad Central de Barcelona, es que la Ley sólo penaliza los actos y nunca los sentimientos, salvo que los actos sean consecuencia de los sentimientos. Poniendo un ejemplo: tener celos no es un delito, pero si lo es el asesinato producido por celos. Por ello para denominar a los delitos se debe de utilizar el apelativo del acto, pero nunca el del sentimiento que lo motiva. Llegados a este punto los juristas nos encontramos patidifusos cuando se habla de delitos de odio, acepción que en sí misma es un oxímoron porque el odio no puede ser un delito, como tampoco puede serlo la gula, la envidia, la lujuria.
En este juego de despropósitos, chirría tanto al oído un Fiscal del Odio, como un Fiscal de la Gula, de la envidia o de la lujuria. Hemos de considerar además que ni siquiera la Iglesia en sus dos mil años de historia, quiso catalogar estas conductas como delitos, sino como pecados. Lo que ni la Inquisición ni el Concilio de Trento hicieron, lo hacen ahora los legisladores y los jueces españoles cuando juzgan conductas -muchas de ellas de opinión- derivadas de lo que ellos denominan odio. Bajo esta ambivalencia hemos de considerar que la Inquisición no condenaba a la bruja, sino a la mujer que odiaba a Dios.
La cosa ha llegado al nivel esperpéntico de crear una fiscalía especializada en delitos de odio, que superando con creces la labor de antiguos censores e inquisidores, se dedica a mirar con lupa lo que opinan personas con influencia social, para acusarles de los consabidos delitos de odio. Además lo más tenebroso del asunto, que retira la venda de los ojos de la justicia, es que cuando una opinión sobre los musulmanes u sobre otro colectivo es proferida por un político de la izquierda, el Fiscal del Odio no la tiene en cuenta, y la misma opinión pronunciada por un político de VOX, provoca la inmediata reacción del Fiscal del Odio que formula acusación contra él. Con este tipo de perversa politización de la Justicia, se podría decir que el Fiscal del Odio se ha convertido en el Fiscal que odia. Además da la sensación de que como se le ha nombrado para acusar a ciudadanos de esos delitos sentimentales, para justificar su sueldo y el de los funcionarios que trabajan en la Fiscalia del Odio, están compelidos a dirigir acusaciones como sea y contra quién sea, para que no les cierren el chiringuito judicial.
Los delitos de odio suponen una regresión jurídica, porque el Fiscal impone una ideología minoritaria en la sociedad, utilizando el poder coercitivo que le otorga el Estado. No me cuesta imaginar el susodicho fiscal que al coger un taxi y al pagar la carrera le dice al taxista que le va a imputar un delito de odio, por lo que le ha comentado durante el trayecto sobre los delincuentes extranjeros que le han robado, o al mismo fiscal desayunando en una cafetería, y al pagar la cuenta cita en el juzgado a todos los clientes de la barra, por la conversación que tenían sobre el excesivo número de inmigrantes que hay en España, o el mismo fiscal cuando le dice a todos los comensales de una boda que coinciden con él en una mesa, que les va a imputar delitos de odio por lo que han dicho durante la cena sobre algunos políticos.
Tradicionalmente las dictaduras de derechas, por medio de lo que se denominaba delitos de opinión, han tenido una vocación de meter en la cárcel, a todos aquellos que criticaban al Estado, y correlativamente las dictaduras de izquierdas hacen lo mismo con sus adversarios, que se atreven a opinar libremente o a publicar críticas contra el poder. Pero lo que me preocupa sobradamente es que en nuestro supuesto sistema democrático de libertades, la Fiscalía del Odio imputa delitos de opinión con peticiones de prisión, a la histórica feminista Lidia Falcón, por decir que los transexuales no forman parte del colectivo de mujeres, al sacerdote Custodio Ballester por denunciar la islamización de España, o a unos activistas de las brigadas de limpieza por poner un inodoro en la puerta de la casa del Mosso de Escuadra Albert Donaire.
Lamentablemente en España tenemos ahora a los Fiscales del Odio que bajo la supervisión del Ministro de Justicia, convertidos en nuevos inquisidores, pretenden amordazar a todo aquel que no está en la línea de lo políticamente correcto, cercenando la libertad de expresión, que es uno de los mayores triunfos de la democracia desde la Revolución Francesa. En cierta medida se podría decir que los delitos de odio se asemejan a la pandemia del coronavirus, que conforme se van cobrando víctimas, poco a poco van restringiendo las libertades públicas.
Juan Carlos Segura Just.
Doctor en Derecho.
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