El reciente viaje del presidente de la Generalitat, Salvador Illa, a la República Popular China ha levantado ampollas entre sectores defensores de los derechos humanos y parte de la oposición catalana. El objetivo declarado de la visita fue reforzar los lazos comerciales con el gigante asiático, especialmente en el ámbito tecnológico e industrial.
Sin embargo, la elección de destino no ha pasado desapercibida: China es una dictadura que persiste en violar derechos fundamentales mientras proyecta una imagen de modernidad y prosperidad al exterior.
Mientras Illa se fotografiaba con autoridades chinas y empresarios del régimen, en Xinjiang continúan los campos de reeducación para la población uigur, minoría perseguida por motivos religiosos y étnicos. La represión contra la libertad de expresión, el control de Internet, la censura sistemática y la ausencia de elecciones libres son el telón de fondo de un país que, aunque sea una potencia económica, sigue siendo una autocracia de partido único.
Resulta paradójico que un presidente autonómico que representa una democracia consolidada como la catalana se preste a blanquear, aunque sea indirectamente, la imagen internacional de un régimen autoritario. Desde el Palau de la Generalitat se ha insistido en que la visita era «puramente institucional y económica», pero en política internacional no existen gestos inocentes. Cada apretón de manos con el Partido Comunista chino se interpreta —y se explota— como un reconocimiento internacional.
A esto se suma el hecho de que la Generalitat no tiene competencias en política exterior. El viaje, aunque presentado como una misión comercial, tiene evidentes implicaciones diplomáticas. Illa asume así un protagonismo que excede sus funciones, y lo hace en un escenario geopolítico extremadamente sensible. Mientras la UE busca una postura común de los Estados miembros ante China, la región de Cataluña parece ir por libre, sin valorar las consecuencias éticas ni estratégicas.
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