Durante la primera parte de la ceremonia del entierro del mítico dibujante Francisco Ibáñez, el creador de Mortadelo y Filemón, el sacerdote ofició una misa tradicional, con referencias al trabajo de este gran humorista. Y, ante la solemnidad del momento, de repente se abrió de manera espontánea la puerta del oratorio de Sancho de Ávila, en Barcelona, como si el alma de este humorista gráfico hubiera decidido dar el mutis por el foro ante tanta seriedad.
El listado de autoridades, con el ministro Miquel Iceta y la ex alcaldesa Ada Colau, y de colegas como el gran José Luis Martín que asistieron este pasado lunes al funeral ya ha sido glosado en buena parte de la prensa barcelonesa. Solo decir que entre los asistentes había un puñado de fans que habían crecido con las desternillantes aventuras de los personajes de Ibáñez y que acudieron con el único objetivo de despedirse de uno de los mejores creadores de la cultura popular española.
Yo era uno de ellos. Aquí estoy escribiendo esta crónica, pero mi objetivo era dar mi último adiós al que parió álbumes tan míticos como ‘Contra el gang del Chicharrón’, ‘Valor y al toro’ o ‘El sulfato atómico’. Solo pude estar un rato, pero al menos me despedí de mi primer gran ídolo, de un dibujante al que nunca olvidaré gracias a las docenas de historietas suyas que aún conservo.
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