Pocos artistas han dejado una huella tan profunda en la cultura popular española como Francisco Ibáñez. Con su trazo ágil, su humor inconfundible y su mirada crítica, el creador de Mortadelo y Filemón marcó a generaciones enteras y convirtió el cómic en un espejo amable —aunque implacable— de la sociedad española. Su obra no solo forma parte de la historia del humor gráfico, sino también de la educación sentimental de millones de lectores.
Desde que aparecieron por primera vez en 1958, Mortadelo y Filemón se convirtieron en algo más que dos agentes torpes de la T.I.A.: eran una caricatura viva de la España del momento. Ibáñez supo construir un universo propio donde la sátira política, la crítica social y la ironía convivían con un humor visual inagotable. Cada viñeta era una pequeña maquinaria de ingenio que hacía reír a niños y adultos por igual, sin caer nunca en la vulgaridad ni en la complacencia.
Su talento fue mucho más allá de la anécdota. Ibáñez fue un pionero en la exportación del cómic español a Europa, logrando que Mortadelo y Filemón se tradujeran a numerosos idiomas y conquistaran lectores en Francia, Alemania, Italia y otros países. En una época en la que el cómic español apenas tenía proyección internacional, él logró que dos personajes nacidos en una pequeña agencia de historietas barcelonesa se convirtieran en iconos universales del humor.
Con el tiempo, Ibáñez demostró que su humor podía adaptarse a todas las épocas. A través de la sátira, abordó temas actuales —desde la política hasta el fútbol, pasando por la tecnología o la burocracia— sin perder nunca su espíritu original: hacer reír con inteligencia. Cada nueva entrega de Mortadelo y Filemón era un recordatorio de que el humor podía ser, a la vez, divertido y lúcido.
Su obra póstuma, Hachís… ¡Salud!, publicada tras su fallecimiento, confirma esa vitalidad creativa que lo acompañó hasta el final. Con la misma energía y mirada socarrona de siempre, Ibáñez volvió a desplegar su talento para la parodia y el disparate, demostrando que su ingenio seguía intacto. Es un testamento artístico y un regalo para sus lectores más fieles.
La muerte de Francisco Ibáñez dejó un vacío difícil de llenar. Pero su legado permanece vivo en las estanterías, en las hemerotecas y, sobre todo, en la memoria de quienes crecieron entre sus páginas. Sus personajes, con sus caídas, sus disfraces imposibles y sus persecuciones absurdas, forman parte del imaginario colectivo de varias generaciones.
Más allá del humor, Ibáñez enseñó a los españoles a reírse de sí mismos, a encontrar en la exageración una forma de comprensión y a ver en el caos cotidiano una fuente inagotable de ternura. En sus historias no había malicia, sino una profunda empatía con las debilidades humanas.
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