El aislamiento forzado da tiempo para muchas cosas. Una de ellas escuchar a personas relatando calamidades. Afectados, destrozados por la pérdida de un familiar, hablan de padres o hermanos o amigos que se fueron víctima de un asesino en serie que tomó modo de virus, invisible, acechante, sin compasión.
Otras veces puedes escuchar cifras. No las entiendes no sabes que significan, ni como se calculan, si hoy son más que ayer y mañana serán menos que hoy o no. Infectados, hospitalizados, fallecidos. Acaban de darnos las cifras, aterradoras, miles de muertos y sin pausa, legión de opinadores interpretan, algunos pocos interpelan a los gobernantes, hablan de causas, de previsiones, la mayoría alaban la gestión de los gobernantes, ¿de qué? ¿Cuál? No importa, la alaban sin datos, pero muchas excusas.
Luego la pausa publicitaria, en algún caso mensajes de optimismo o de sentimiento de solidaridad. Y vuelta a las cifras a los porcentajes, a la curva, eso tan recurrente para explicar comportamientos sociológicos o las cotizaciones de bolsa y que nadie sabe como se comportará, pero cual dragón fueguino, el gobierno dice, quiere doblegar.
Escuchas y en ocasiones ves a un sanitario, ves que se enfunda en plásticos de otros usos, creatividad dicen, convertir una bolsa de basura en parapeto ante el asesino invisible. Son sus defensas, usar cualquier recurso para sobrevivir y fundamentalmente por miedo a infectarse y morir y al tiempo a no poder ayudar a los ya infectados, muchos, que llenan hospitales, que no nos dicen cuántos ni sabemos en qué condiciones se enfrentan a sus miedos, en la soledad, sin caras conocidas con quien intercambiar un gesto de esperanza, o desolación, de cariño, de amor.
El Covid19 es enorme, sin fin, de dimensiones bíblicas, llegando a todos los rincones del planeta, haciéndose invisible, vengativo con los que quieren protegernos de él a los que infecta, neutraliza y mata, si puede.
¿Que son 20.000 muertos? Muchos, inimaginables, ni olvidándonos que son hermanos en el mismo país, conciudadanos y convirtiéndolos en mesuras, podemos hacernos idea, solo pensarlo da escalofríos. Veinte mil ataúdes, uno tras de otro, son el camino que quienes vivimos en Barcelona hemos hecho a veces para llegar a Sitges. Pongo un viaje bien conocido y agradable en que fuéramos durante 45 minutos rodando al lado de muertos, de víctimas del coronavirus. Horas andando. Horror.
Y nos ocultan a los muertos, parece que si no nos dan datos visibles de tanta desgracia esta sea más asumible. Parece que esas defensas a ultranza de no enseñar las fotos de los ataúdes, defendidas por opinadores a tanto el kilo, en televisiones, fuera una acusación a alguien.
Parece que la mala conciencia de cómo se han hecho las cosas, acepte o presione, para que no se muestren, se siente en parte culpables y si no se ven, se olvidan. Se equivocan en compras de equipos necesarios, prometen entregas, vuelven a equivocarse, vuelven a ser defendidos. Unos y otros son estúpidos, gestionan y deciden tan mal que no los querrías a tu lado en un trabajo civil, los esquivarías, los despedirías.
Y la gente se supone que quiere lo contrario. Los afectados por supuesto, no quieren olvido, ellos no olvidan a sus seres queridos. Ayer veía como en Israel, con permiso previo de las familias, el propio gobierno impulsaba la publicación del nombre e imagen como despedida y sentimiento de dolor ante su pérdida. No son familiares de alguien, son nuestros conciudadanos y por tanto el dolor, el luto, es de todos.
Esos que dicen que no se publiquen fotos porque es morboso, descubres que alguno de ellos ha utilizado en redes o en medios al niño ahogado en una remota playa griega, a ahogados al zozobrar la embarcación de los mafiosos de turno que les prometían mejores vidas en Europa, a los masacrados el 11M. Entonces, ¿cuál es la razón para esconder de facto a tanta víctima? Quizás la prioridad de apoyar acríticamente al gobierno, el periodismo de carné, la opinión comprada, la decencia arrumbada.
Las banderas en señal de duelo, los lazos negros en TV, un réquiem en una catedral, las oraciones en una mezquita, las preces en una sinagoga, una honra civil diaria, crespón en los balcones. Quizás son horas ya de manifestar dolor. No desesperanza, respeto sí, sensibilidad, gestos solidarios oficiales y civiles también. No estoy en contra de manifestaciones de ánimo, no me molestan los aplausos, los recursos de vecinos, los mensajes que nos hacen reír un poco y que intercambiamos en redes, me gustan más o menos y ya.
Pero no soporto ya a los políticos que sortean sus responsabilidades con gesticulación gratuita. Sabemos todos, hay datos, cientos de comentarios de expertos, miles de escritos reflexionados, que lo han hecho mal como responsables los que, en juramentos o promesas, se comprometen por nuestro bien común. Y no lo hacen. Esos llamamientos a la espera a que “escampe” y luego hablaremos, ya no sirve. No soporto el cinismo, la excusa fútil para defender sus decisiones equivocadas, su prepotencia, su victimismo interesado, su incapacidad, su inmoralidad, sus mentiras. Espero que el virus desaparezca gracias a los expertos sanitarios y con él los malos políticos. Está en nuestras manos que estos deseos se cumplan, no es un tema ideológico, es de salud mental, de decencia necesaria, de defensa democrática.
José Luis Vergara. Abril 2020
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