En el reino de la política española de los últimos tres meses – justo los de mi silencio provocado por obligaciones docentes distópicas – hemos asistido a una progresiva presencia de la frivolidad en el paisaje político español. No hablamos de una forma sutil de ser inane, no, se trata de una perversa actitud de abandono de la reflexión y la razón por parte de las personas que han decidido no ejercer su derecho a la protesta, la reflexión y el cabreo ante la abrumadora y seductora atracción del hedonismo veraniego. No hay peor frivolidad que la del político, intelectual o ciudadano encantado de sí mismo y sumergido en el nihilismo de una mesa o una terraza.
Comencemos por una reflexión inicial sobre el Partido Popular y el abandono de la Guerra Cultural. Parece que en Génova 13 han decidido quemar todos los libros de Gramsci (están traducidos al castellano, LES RECUERDO) y de paso, en la hoguera liberadora han iniciado el sacrificio de Cayetana Álvarez de Toledo, acto inútil, pues las ideas no arden, aunque puedan inflamar la sociedad.
Bien, se dijo que la KulturKampf no está entre las prioridades del PP. Perfecto, es una decisión como otra cualquiera, pero encierra un evidente sesgo de frivolidad que acarreará consecuencias para el pensamiento liberal-conservador. La primera de ellas es negarse a pensar, dejando esa actividad neuronal, propia de ciudadanos libres e iguales, a los que justamente no desean ni quieren que seamos libres ni iguales. Abandonar la reflexión y la creación de un ideario de pensamiento redunda en la profecía autocumplida de la izquierda, según la cual su moral es mejor, más lúcida que la de los “fachas” (masa de millones de personas que no piensen como Adriana Lastra, Irene Montero, Pablo Iglesias o Monedero).
No ofrecer esta batalla significa dejar que se instalen en nuestra sociedad perversiones distópicas como las que anunció Orwell, cuando en su novela 1984, al Ministerio de la Guerra, se le denominaba Ministerio del Amor. Por parte de la izquierda hegemónica y gramsciana se quiere hacer ver que lo que ocurre es una disputa entre viejos y progres, pero no, no es una antigua querella entre antiguos o modernos, es una disputa por imponer un imperativo ideológico que cree una verdad que no tiene por que estar relacionada con la realidad, de tal forma que, al aplicar su ideal, un hecho aparentemente absurdo como el que significa que Gabriel Rufián sea el adalid de las esencias históricas catalanas frente a otra persona que pueda demostrar su “catalanidad” durante siglos por la posesión de una Masía o una Casa de Payés en el Montseny. Pero este hecho, parece normalizado ya y la verdad la crean ellos.
Cayetana expresó nítidamente los riesgos de abandonar este frente y aceptar la imposición; del mismo modo, hace ya unos años, Cristian Campos, en El Español (18/02/2018) daba cuarenta razones – que no sombras- sobre las razones por las que se va a ganar la Guerra Cultural. Todas ellas las comparto, pero en la número 35, indica “Porque nosotros tenemos a Rafael Latorre, David Jiménez y Jorge Bustos y ellos sólo tienen a Jordi Évole”. Es cierto que la densidad argumental de los primeros está lejos de la del televisivo Évole, pero éste último posee una potente arma, su “elogio de la frivolidad” a la que viste de intensidad emocional subjetiva.
No infravaloremos este hecho puesto que, de hacerlo, pasaremos por alto “gestas” que, cuanto menos, tienen una catadura moral cuestionable como cuando el señor presidente lamentaba en sede parlamentaria el suicidio de un etarra y, de paso, daba a entender que el Estado era responsable. Esto, que ha pasado casi como una anécdota de la pretemporada política, es otra palmaria demostración del riesgo de frivolizar con la “guerra cultural” y pensar que estamos ante una obsesión de unos pocos “aristócratas de las ideas” y de la sangre, aunque claro, como a todos “les une el amor a España”.
Heraldo Baldi
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