Premio Nacional de Ensayo en 2001 y colaborador habitual de El País, José Álvarez Junco (Viella, 1942) es uno de los historiadores más reputados del panorama español. Muchas de las páginas que ha escrito tratan de arrojar luz sobre un fenómeno con el que se muestra especialmente crítico: el nacionalismo.
Defiende que el nacionalismo necesita de una enemigo.
Sí, normalmente el nacionalismo es un sentimiento de pertenencia a una comunidad que se construye sobre una amenaza, o una reacción contra un enemigo —real o inventado—. Pero no es la única manera de construirlo. La Gran Bretaña imperial del siglo XIX se basaba en un sentimiento de superioridad racial. Algo que los demás, por supuesto, no reconocían y por eso debían estar preparados para defenderse contra posibles enemigos. Del mismo modo, hoy los estadounidenses se basan en un sentimiento de excepcionalidad: creen que son un pueblo especialmente dotado para vivir en libertad y prosperidad. Pero eso también origina envidias y que se sientan rodeados de enemigos… El enemigo suele andar siempre cerca.
Asimismo, ha vinculado el nacionalismo con la religión.
Por supuesto, también existe siempre una sensación de pueblo elegido. Todos los grupos humanos, al menos de nuestra cultura, intentan repetir el modelo judío. La España del XVI, por ejemplo, se basaba en sentimiento de pueblo elegido, defensor de la única religión verdadera, que acumulaba éxitos políticos porque disfrutaba de una especial protección por parte de la divina providencia. Lo cual conecta con la existencia de enemigos, pues esa religión se veía amenazada por los múltiples enemigos de Dios, o agentes de Satanás. No hay más que leer la España defendida de Quevedo.
La retórica secesionista pinta España como una dictadura encubierta. ¿Se corresponde ese retrato con la realidad?
No, en absoluto. La española es una democracia homologable con otros sistemas políticos aceptados universalmente como democracias. Con sus carencias y problemas, por supuesto, que habrá que ir combatiendo en la medida en que se pueda. Pero, de ningún modo, afectada por una ilegitimidad esencial.
En algunos libros de textos catalanes se afirma que “Cataluña y País Vasco se sienten naciones” o se citan los símbolos catalanes —bandera, himno, escudo— pero no los españoles. En su opinión, ¿qué papel ha desempeñado la denominada Escola Catalana en el movimiento separatista?
La mayoría de los habitantes de Cataluña y el País Vasco sienten pertenecer a naciones. Y como la nación, en definitiva, se define en términos subjetivos, pues hay que aceptar que son naciones. Pero también lo es España, por la misma razón: que la mayoría de los españoles sienten que son una nación. En el fomento de este sentimiento, que ya existía antes de manera menos extendida, ha desempeñado un papel crucial el sistema escolar, desde luego. La principal tarea de la Generalitat, decía Jordi Pujol, era “fer patria”. Era eso. Si a los niños se les enseña constantemente que la historia de su país es una acumulación de agravios recibidos de un malvado vecino, llamado España, pues a los dieciocho años son independentistas.
¿Y qué papel han jugado los historiadores de esta comunidad?
No se puede generalizar, porque hay excelentes historiadores catalanes que se han desmarcado del nacionalismo, pero también ha habido muchos que se han pasado a las filas nacionalistas con armas y bagajes. No hay más que recordar el congreso España contra Cataluña, de 2014. No así en el País Vasco, donde la intelectualidad, en general, y no sólo los historiadores, se ha distanciado del nacionalismo.
La consejera de cultura del gobierno catalán, Laura Borràs, describió recientemente el castellano en Cataluña como una “lengua de imposición y “colonización”. ¿Es esto cierto?
No lo creo. Cataluña nunca fue conquistada ni colonizada por España. Lo que hubo a finales del siglo XV fue una fusión de coronas, buscada con ahínco por el rey aragonés. También podría decirse al revés: que Castilla fue absorbida por Aragón, porque el trono en disputa, el que carecía de candidato masculino, era el castellano; pero sería absurdo, porque no era un caso de absorción sino de acumulación del mayor número de coronas posibles en una sola cabeza. Claro que Aragón —y más aún, Cataluña— era menos rico y estaba menos poblado que Castilla, por lo que quienes influyeron más sobre los otros fueron los castellanos. En todo caso, lo que ha habido ha sido convivencia de siglos, fusión de culturas, influencia mutua. Hablar de colonización es impropio, es aplicar un lenguaje de los siglos XIX y XX a fenómenos anteriores.
Por su parte, el presidente de la Generalitat, Quim Torra, afirmó en un artículo que los castellanoparlantes en Cataluña viven como “trasplantados, impermeables al latir milenario de la tierra en que respiran”. Además, retó a encontrar uno solo que “haya significado algo en la historia y progreso de la humanidad”. Tras estas afirmaciones, ¿cómo se entiende que Torra siga refiriéndose a Cataluña como “un sol poble”?
Todo es pura retórica. Si hablamos del latir milenario de una tierra, estamos haciendo literatura, no descripción de fenómenos políticos o sociales que puedan medirse empíricamente y analizarse con racionalidad. Lo que ha habido es pluralidad de culturas, algo que todos menos los nacionalistas consideramos un hecho enriquecedor.
En los últimos seis meses han dejado Cataluña cerca de 2000 empresas. Si una de las razones para la secesión era de índole económica, ¿por qué su respaldo popular apenas ha menguado?
Yo no creo que el nacionalismo independentista se vea impulsado por motivos económicos —salvo en términos retóricos, como el “España nos roba”, que puede ser eficaz—. Creo que las razones para apoyar estas causas, al menos para la mayoría de la población, son culturales, emocionales; para las élites dirigentes es distinto, porque ahí funcionan los intereses y las ambiciones políticas. Económicamente, no creo que nadie se viera beneficiado por una secesión.
Pedro Sánchez plantea votar un nuevo Estatut para solventar la crisis catalana. ¿Confía en esa solución?
Supongo que podría ser un camino para atraerse a esa fracción de la opinión, parece que muy amplia, que siente doble identidad y que lo que desea es mayor grado de autogobierno. Pero habría que ver qué tipo de Estatut. En todo caso, creo más interesante la vía que el PSOE en principio defiende, aunque no termina de concretar, de desarrollar de verdad el sistema federal en España. Lo cual debería querer decir que habría que fijar con mayor concreción las competencias y los recursos de cada nivel de poder —en nuestro caso, gobierno central, comunidades autónomas y municipios— y establecer mecanismos de coordinación y arbitraje aceptados por todos —es decir, Senado y Tribunal Constitucional con participación de todas las partes—. Eso, aparte de cuestiones simbólicas, pero importantes, como asegurar mayor presencia de la lengua castellana en el espacio público catalán y de la catalana en el espacio público español, o distribuir las instituciones estatales en distintas ciudades —y no solo en Madrid—.
Por Óscar Benítez
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