El intento del Gobierno de España por conseguir la oficialidad del catalán en la Unión Europea ha terminado, por ahora, en un estrepitoso fracaso diplomático. A pesar de la intensa campaña impulsada por el Ministerio de Asuntos Exteriores, el Ejecutivo no ha logrado el respaldo necesario de los 27 Estados miembros para incorporar el catalán como lengua oficial de las instituciones comunitarias. El golpe no solo es político, sino también simbólico, al dejar en evidencia la escasa influencia que España ha tenido en este asunto incluso siendo uno de los grandes países de la UE.
El Gobierno había prometido a sus socios independentistas —especialmente a Junts— que impulsaría el reconocimiento del catalán como parte de su estrategia para asegurar apoyos parlamentarios. Esta promesa se convirtió en una herramienta de negociación política interna, usada con fines partidistas y sin una base diplomática sólida. Con el tiempo, ha quedado claro que no existía una hoja de ruta realista para lograr el objetivo ni el compromiso suficiente por parte de los socios europeos.
La falta de preparación ha sido uno de los principales factores del revés. El Gobierno no supo anticipar las reticencias de muchos Estados miembros, preocupados por los costes económicos, la complejidad logística y el precedente que podría sentar reconocer una lengua regional como oficial. Países con sus propias tensiones internas —como Bélgica, Italia o Rumanía— han frenado el proceso por temor a abrir la puerta a demandas similares de sus minorías lingüísticas.
A pesar de las reiteradas declaraciones de buena voluntad, España no supo aprovechar su influencia en el Consejo de la UE para desbloquear la situación. Lejos de construir una coalición estable de apoyo, el Ejecutivo se limitó a una diplomacia de gestos, confiando en que la presión simbólica sería suficiente para doblegar las reticencias. El resultado ha sido un aislamiento que evidencia la pérdida de peso del Gobierno español en el entramado comunitario.
A nivel interno, el fracaso tiene consecuencias políticas directas. Ha dejado en una posición incómoda al PSOE, que se había comprometido por escrito con los partidos independentistas a lograr avances inmediatos. La falta de resultados debilita la narrativa gubernamental de defensa de la diversidad lingüística y añade presión sobre un Ejecutivo que ya opera con una mayoría parlamentaria frágil y fuertemente condicionada por los nacionalismos periféricos.
El intento fallido también ha dañado la imagen internacional de España como país estable y previsible. Haber llevado una propuesta sin respaldo garantizado ha alimentado la percepción de improvisación y oportunismo político. Bruselas, acostumbrada a una diplomacia discreta y eficaz, ha recibido con escepticismo un movimiento percibido más como una cesión doméstica que como un compromiso institucional coherente.
Los separatistas, por su parte, han utilizado el fracaso como un nuevo argumento contra el Estado. Aunque fue el Gobierno de Sánchez quien asumió el compromiso, ahora acusan a las instituciones españolas de no defender de verdad los intereses lingüísticos de Cataluña en el ámbito internacional. Esta narrativa refuerza el victimismo habitual y contribuye a tensar aún más la ya deteriorada relación entre el separatismo catalán y el Gobierno central.
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