La manifestación de la Diada celebrada este 11 de septiembre ha vuelto a evidenciar el declive imparable del separatismo tradicional en Cataluña y su sustitución por el secesionismo a baja velocidad del PSC. Lo que hace apenas una década movilizaba a cientos de miles de personas en las calles, hoy apenas consigue reunir a un puñado de fieles irreductibles.
Las cifras de participación se han desplomado en comparación con los años álgidos del procés, cuando entre 2013 y 2017 la Asamblea Nacional Catalana (ANC) lograba llenar avenidas enteras de Barcelona. Aquella marea humana que pretendía conmover a Europa ha quedado reducida a una marcha testimonial. Este año apenas han reunido a 41.500 personas en las manifestaciones celebradas en Barcelona (28.000), Gerona (12.000) y Tortosa (1.500).
De la épica al vacío
El contraste con el pasado resulta tan evidente como incómodo para el propio movimiento. Mientras en 2014 o 2015 se hablaba de más de un millón de asistentes según los organizadores, en esta última edición apenas se ha llegado a unas decenas de miles, y eso sumando cifras generosas. Ya no hay entusiasmo ni sensación de gesta histórica: la Diada se ha convertido en un recuerdo nostálgico de un sueño frustrado más que en una cita movilizadora.
La ANC, de locomotora a lastre
En este hundimiento ha jugado un papel clave la decadencia de la propia ANC. La entidad que durante años actuó como motor social del secesionismo vive hoy sumida en luchas internas, divisiones estratégicas y una pérdida de credibilidad generalizada. Sus dirigentes se enzarzan en disputas públicas, cuestionan a los partidos a los que antes obedecían ciegamente y apenas consiguen mantener atención mediática. La ANC ya no lidera nada: sobrevive a duras penas, convertida en una sombra de lo que fue.
Ruptura con los partidos
La fractura entre la ANC y los partidos separatistas refleja el divorcio más profundo entre la base social del procés y sus dirigentes políticos. Mientras la organización acusa a ERC y Junts de haber traicionado el mandato del 1-O, los partidos ignoran sus críticas y se reparten cuotas de poder en las instituciones. La vieja unidad independentista se ha transformado en un campo de batalla de intereses personales, egos enfrentados y estrategias contradictorias que solo han erosionado la confianza de sus votantes.
Una gran mentira sin retorno
El mayor engaño ha sido el relato que durante años vendieron a sus electores: la promesa de una independencia inmediata, viable y reconocida internacionalmente. A base de eslóganes y gestos simbólicos, se alimentó una ilusión que nunca tuvo sustento real. Cuando la declaración unilateral de 2017 se evaporó en cuestión de horas, millones de catalanes comprendieron que habían sido utilizados como peones de un juego político sin salida. La decepción resultante explica el actual desinterés ciudadano.
De romper con España a pactar con ella
Hoy, aquellos mismos partidos que prometían “romper con el Estado” negocian y pactan con el Gobierno de España para conservar cuotas de poder. ERC sostiene a Pedro Sánchez en el Congreso y Junts flirtea con acuerdos puntuales mientras exhibe un falso radicalismo de cara a su electorado más fiel. El independentismo ha pasado de proclamarse insumiso a comportarse como un socio más del poder central, sin rubor ni explicaciones convincentes.
Una Diada sin alma
La Diada de este año, más que un acto político, ha parecido un ritual vacío, mantenido por inercia y por el orgullo herido de quienes no quieren admitir la derrota. Los cánticos y esteladas ya no esconden la realidad: el independentismo atraviesa su momento de mayor debilidad desde el inicio del procés. Carece de fuerza social, de liderazgo político y de credibilidad ante la ciudadanía. Solo la complicidad de los socialistas hace que la agenda separatista siga avanzando.
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