Dicen que el oro es el más noble de los metales. El oro, como esmalte, es una suerte de amarillo en el lenguaje heráldico que viene a representar los rayos de sol, la luz. Del mismo modo, ya se decía en las Sagradas Escrituras, los justos resplandecerán como el sol en un futuro.
Pues bien, nada más lejos de la realidad. La nueva pulsión identitaria que se está desarrollando en Cataluña nos está enseñando algo fundamental, los límites del espacio son relativos. Desde hace unos meses y con una aparente lógica de solidaridad con una serie de personas, se decoran los espacios públicos; se tergiversa la realidad y se pervierte el uso de calles y plazas para mayor gloria de una causa que no es ni mucho menos mayoritaria.
Un simple observador de lo que está ocurriendo en Cataluña ─y que más temprano que tarde se extenderá al resto de España─ concluirá que la ocupación hegemónica del espacio de todos por parte de un colectivo humano constituye un ejercicio de conquista por la fuerza del espacio de sociabilidad de los demás y que, como poco, representa una forma de agresión a las ideas de muchos.
Del viejo mantra que presidía las relaciones familiares y que impedía hacer en la calle cosas que no harías en casa, hemos pasado a ampliar el ámbito de nuestro hogar hasta límites insospechados. ¿Alguna persona decoraría su cuarto con según que objetos de color (aunque sea oro) y esperaría la visita de su ser amado y deseado rodeado de los rayos del sol? Parece que no. Representaría, en el mejor de los casos, un espacio sicodélico o una inusitada proeza estética como el viejo Templo del Oro del filme de Richard Chamberlain ‘Allan Quetermain and the Lost City of Gold’ (1986) en la que aparecía junto a Sharon Stone.
La reivindicación que fluye como un río sobre puentes, farolas, árboles, arbustos empuja el devenir y el paseo por las calles de Cataluña como un torrente, un espectáculo visual construido para silenciar.
Resulta altamente sorprendente cómo determinadas iniciativas estético-sociales, sectarias en el mejor de los casos, embarcan a toda una sociedad en un maniqueo proceso de fragmentación. Reconozcamos que la pureza inicial de los atónitos ojos de un observador ante un olivo, preso por una valla y centenares de plásticos amarillos en una bella localidad catalana, pueden encender los ánimos más patrióticos de cualquiera.
Y que el flamear vexilológico de banderas mezcladas con pancartas pueden ofender, incluso, las sensibilidades más libérrimas. Pero, por favor, no olvidemos que el mañana se conquista con toda la paleta de colores y esmaltes heráldicos y que el amarillo, lejos de ser el esmalte hegemónico, es un elemento que combinado con otros, gana matices. Soñemos en colores. Nadie recuerda su vida monocromática porque si lo hace, algo ha fallado.
Heraldo Baldi
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