Querido Joseba:
Otro año más te escribo para, a través de ti, unirme en comunión con todas las víctimas del terrorismo nacionalista. En el pasado, pensé que no debía tener complejo alguno de culpa por cuanto di un paso adelante con un puñado de ciudadanos para denunciar la barbarie etarra y expresar nuestra solidaridad con las víctimas, cuando era exótico hacerlo en Cataluña. Hoy, sin embargo, en la necesidad que siento de repetir este acto de comunicación contigo, reconozco una especie de ceremonia de expiación por no haber hecho, tal vez, bastante o no con la suficiente energía para evitar tu muerte y la de tantos otros que engrosan el reguero de sangre sobre el que Bildu construye, hipócritamente semioculto, el armazón de su imagen política.
Te escribo, y trataré de seguir haciéndolo, mientras los herederos de ETA continúen ocupando espacios de poder sin haber reconocido el error criminal e injustificable que significa disponer de la vida ajena a capricho para la consecución de los propios fines. Y, sobre todo, mientras sigan tratando de que la sociedad vasca, y española en su conjunto, admitan que hubo en ello alguna clase de idealismo, de virtud o de gloria.
El azar del calendario provoca la penosa coincidencia de que la fecha de tu asesinato esté muy cerca del día elegido por las Naciones Unidas para dedicarlo a la Memoria del Holocausto. La acción criminal de ETA no admite comparación posible con la Shoah. El número de los sacrificados por el horror Nazi y por los otros genocidios ocurridos a lo largo del último siglo -el del Gulag soviético o el de los Jemeres Rojos, destacadamente-, no tiene parangón. Pero sí lo tiene la motivación que los sustenta y la degradación moral necesaria para que sean soportables para sus autores.
Efectivamente, en el primer sentido, es preciso reconocer que todos esos asesinatos masivos, incluido el etarra, se asientan en motivos ideológico-políticos. Y, en cuanto al aspecto moral, todos ellos, incluido también el etarra, constituyen actos criminales e implican la deshumanización de las víctimas y su utilización como meros instrumentos al servicio de una causa. Naturalmente, la cuestión de la escala no es banal. Horroriza pensar en las cifras millonarias y en la frialdad del diseño industrial del exterminio masivo, pero me parece igualmente execrable la selección cuidadosa y fría de los objetivos -uno a uno, vecinos o conciudadanos conocidos, con sus nombres, apellidos y circunstancias personales- y del escenario, para producir el máximo dolor y, por ende, el máximo horror. Así pues, holocausto de pequeña escala ha sido el terrorismo etarra y, a diferencia de los perpetradores del Holocausto con mayúsculas, sus dirigentes, no sólo no han tenido su Nüremberg, sino que muchos están ya libres y ocupan posiciones políticas de relieve.
El balance del año, por último, es poco halagüeño. Los vaticinios de las organizaciones que agrupan a las víctimas se siguen cumpliendo con una escrupulosa y descorazonadora exactitud: la sociedad olvida con rapidez (en buena media, probablemente, para enterrar la misma desazón que a mí me empuja en sentido contrario), los herederos de ETA campan a sus anchas, cuentan con apoyo social y ocupan espacios de poder que alcanzan incluso al gobierno de la nación. Los progresos de la Justicia en el esclarecimiento de los crímenes sin resolver son cada vez más raros, la memoria se debilita con el suceder de las generaciones y el desinterés (voluntario) de las autoridades y, con todo ello, el reconocimiento social de la dignidad de las víctimas sigue laminándose.
Gentes bienintencionadas han iniciado movimientos de aproximación entre víctimas y verdugos para facilitar unos hipotéticos procesos de sanación social a través del perdón. Han sido objeto de polémica por cuanto podrían servir para maquillar aún más el pasado criminal que ensucia a los herederos de los del tiro en la nuca como estrategia política. Vean la opinión que Otegi tiene de las víctimas que han participado en esos encuentros filmados: “Me parece gente que ha sido capaz, desde su sufrimiento, de tener una actitud muy constructiva y muy respetuosa con todo lo que ha sucedido en el país”. Ahí lo dejo.
Además, este año debemos sumar otras pérdidas irreparables. Nos han dejado dos pesos pesados que destacaron en la denuncia de los crímenes de ETA y de la injusticia que implica el público reconocimiento de sus simpatizantes: Mikel Azurmendi y Joseba Arregi, dos bellísimas personas cuya conciencia moral les impuso como deber la defensa de las víctimas y la denuncia de los procesos de victimización, renunciando con ello a una vida mejor o, sobre todo, más cómoda.
Si nunca fueron buenos los tiempos para la lírica, hoy tienen los pesimistas más motivos que nunca para que les demos la razón.
En fin, querido Joseba (queridos Fernando, Gregorio, Miguel Ángel, queridos todos), no temáis, vuestro recuerdo sigue vivo en nuestros corazones y nuestro dolor por vuestro sacrificio, inútil e injustificado, constituye un homenaje permanente que no me cabe duda de que acabará dejando huella en la Historia. Es un pobre consuelo para vosotros, pero a nosotros nos ayuda a mantener la esperanza, a trabajar por ello… y a sobrevivir.
Hay, además, otra razón de peso para el recuerdo que señalaba, precisamente, Joseba Arregi en uno de sus últimos artículos de prensa (La memoria de las víctimas, El Mundo 16/01/2020): “La parte de la sociedad vasca que miró a otro lado, que no quiso darse por enterada de lo que sucedía delante de sus narices, no quiso dejarse estropear ni sus fiestas ni sus celebraciones, la parte de la sociedad vasca que sí vio lo que sucedía y lo comprendió o incluso lo apoyó, todos ellos no pueden pasar de mirarse en el espejo de las víctimas y preguntarse: ¿dónde estuve yo mientras todo esto sucedía? ¿qué hacía yo mientras los otros morían, mientras los otros estaban amenazados, mientras los otros tenían que huir, mientras los otros, otros igual de vascos en la misma sociedad vasca pero estigmatizados por el nacionalismo radical, vivían bajo el miedo de ser posible objeto de atentado mortal?”.
Descansad pues en paz, seguiremos levantando el estandarte de vuestro sacrificio también para que cada uno calibre en ese espejo su verdadera talla moral.
Un emocionado abrazo para ti -para vosotros- y para vuestras familias.
ANTONIO ROIG RIBÉ, de la Asociación por la Tolerancia
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