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El Catalán Opinión

Una teoría del conflicto

Por Santiago Trancón Pérez
martes, 9 de enero de 2018
en Opinión
3 minuto/s de lectura
Imposición lingüística

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El universo no tiene centro, todo depende del lugar en que momentáneamente se coloque el observador. Si no tiene centro, tampoco podemos saber si tiene límites, ésta parece una conclusión de lógica geométrica. Si no podemos situar sus límites, ¿cómo podremos asegurar que los tiene? El universo que vemos, paradójicamente, nos lleva hacia un universo que tiene que ser radicalmente distinto al que vemos. Tiene que ser “otra cosa”, esencialmente inconcebible e inimaginable.

En una noche estrellada, desde la cumbre del Teleno, por ejemplo, podremos ver hasta unas 2.500 estrellas. Estamos en la Tierra, en un lugar apartado de uno de los brazos exteriores de la espiral de nuestra galaxia, que tiene entre 100 y 400 mil millones de estrellas. Nuestra galaxia, a su vez, es una de los 100 a 400 mil millones de galaxias que puede haber en el universo “conocido”. Calculando por lo bajo, a ojo de buen cubero científico, pueden existir en ese espacio unos 100 millones de billones de planetas parecidos a la Tierra, lo que significaría que podría haber unos 10.000 billones de civilizaciones inteligentes en el universo observable. Sólo en nuestra galaxia habría unas 100 mil civilizaciones “inteligentes”.

Qué pequeño e insignificante resulta todo desde esta perspectiva. Conviene pararse de vez en cuando para observar el mundo, y a nosotros mismos, desde el diminuto punto que ocupamos en ese espacio inconmensurable. Recuerdo una comparación que de pequeño nos hacían los jesuitas en aquellos “ejercicios espirituales” de Semana Santa, para que imagináramos qué significaba “la eternidad”: un pajarillo, cada millón de años, se lleva en el pico un granito de arena de toda la que se extiende por las playas del mundo. Pues cuando acabara de transportarla toda, no habría transcurrido ni un segundo dentro de la eternidad…

La conclusión, para quien no sea demasiado obtuso, es que somos una insignificancia, que darnos importancia es tan ridículo como patético. Quedar encerrados en la burbuja de nuestro ego, de la importancia personal, absortos en el autorreflejo, en la imagen cóncava, distorsionada y engrandecida que refleja esa burbuja en que estamos confinados, es nuestra mayor desgracia, la mayor limitación que podemos imponer a nuestro desarrollo, a nuestra capacidad de crear y de disfrutar. Si esa esfera en la que todos vivimos atrapados, que señala los límites de nuestra energía, es una condición de nuestra existencia como seres humanos, lo que ya no es irremediable es que convirtamos esa burbuja en cárcel; que, en lugar de volver sus límites cada día más transparentes para poder observar el misterio del mundo, la hagamos cada vez más opaca, más espesa, más dura.

He comprobado, en mi corta y alargada vida, que casi todos los conflictos humanos, por más que tengan causas objetivas, acaban sin resolverse porque chocan con esa estructura egocentrada y autoabsorbente de nuestra mente, incapaz de separar la imagen de sí mismo de la objetividad de los hechos. Pasando del terreno de la vida y los conflictos cotidianos al, un poco más amplio, de la política o la cultura, la influencia de este mecanismo psicobiológico de identificación con la imagen autoproyectada de nosotros mismos, es tan influyente, que muchos proyectos generosos y lúcidos acaban desmoronándose al ser incapaces sus protagonistas de encarar los conflictos naturales que genera. Cuando se supera esta trampa, en cambio, las posibilidades de expansión y potenciación de las energías individuales reunidas pueden ser extraordinarias.

El yo es necesario para mantener la estabilidad de nuestro ser, ese conglomerado heterogéneo de campos y fibras energéticas, pero no podemos convertirnos en sus esclavos; el ego debe estar a nuestras órdenes, y no al revés. Todo cuanto hacemos en la vida acaba en fracaso vital si no somos capaces de entender y llevar a la práctica esta verdad. Dichoso el que confía en sí mismo y, en cambio, no se fía de su ego, no queda atrapado por la importancia personal, por la búsqueda ansiosa de reconocimiento y estima, por cualquier sentimiento de superioridad.

Cuanto más confianza tengamos en lo que somos, hacemos, pensamos y sentimos, menos arrogantes, intransigentes y engreídos nos mostraremos. Cuanto más carencias y frustraciones, mayor necesidad de proyectarlas sobre los demás. Si este mecanismo de compensación cae en manos de ambiciosos manipuladores, hábiles embaucadores y predicadores del rencor, que señalan a los otros como los causantes de la propia debilidad, la tendencia obsesivo-compulsiva del ego se pondrá al servicio de esos dominadores, a los que entregará su energía. La masa (que algunos confunden con el pueblo), entonces, funciona como un gran ego que genera su propio autorreflejo. También puede servirnos esta teoría para entender alguno de los fenómenos que hoy más nos inquietan.

Santiago Trancón Pérez es uno de los fundadores de dCIDE.  


TV3, el tamborilero del Bruc del procés

Sergio Fidalgo relata en el libro 'TV3, el tamborilero del Bruc del procés' como a los sones del 'tambor' de la tele de la Generalitat muchos catalanes hacen piña alrededor de los líderes separatistas y compran todo su argumentario. Jordi Cañas, Regina Farré, Joan Ferran, Teresa Freixes, Joan López Alegre, Ferran Monegal, Julia Moreno, David Pérez, Xavier Rius y Daniel Sirera dan su visión sobre un medio que debería ser un servicio público, pero que se ha convertido en una herramienta de propaganda que ignora a más de la mitad de Cataluña. En este enlace de Amazon pueden comprar el libro.

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