No hay que frivolizar con un asesinato. Ni teorizar sobre cuál era la ideología del asesinado, ni el por qué llevaba unos tirantes o una camiseta de este o aquel otro símbolo. Un crimen es un crimen, y a Víctor Laínez le mataron unos salvajes. Como a Guillem Agulló le mataron unos criminales. De la misma manera que no matan las pistolas, lo hacen quienes las disparan, no asesina una ideología, lo hace un (unos) descerebrado (s) que se cree (n) mejor que los demás y se arroga (n) el derecho de decidir quién merece estar vivo y quién merece morir.
Pero no puedo dejar de pensar una cosa. Por unos cuantos porrazos mal dados, y un dedo con capsulitis (el de la tristemente famosa Marta ‘seis dedos’ Torrecillas) los separatistas llevan semanas insultándonos a todos los catalanes que nos sentimos españoles por ser cómplices de lo que ellos llaman un “Estado franquista, fascista, antidemocrático y opresor”. ¿Qué habría pasado si la víctima de la tragedia de Zaragoza hubiera llevado en vez de unos tirantes con la bandera de España, unos con una ‘estelada’? ¿Cómo estaríamos ahora en Cataluña si la primera víctima del ‘procés’ hubiera sido un independentista?
La muerte de Laínez no es una tragedia totalmente al margen de la situación política que vivimos en Cataluña. Un catalán de Terrassa ha sido asesinado presuntamente por un personaje que gozaba de las simpatías de esos antisistema que han sido la infantería del ‘procés’. La ideología de Laínez no me interesa lo más mínimo. Cómo tampoco me interesaría la de un militante de Arran si lo asesinaran. Sería igual de doloroso. Nadie tiene que morir por sus ideas. Y menos aun en un país democrático en el que las diferencias políticas se dirimen en las urnas.
Pero si me interesa cómo en Cataluña, y en algunos sectores del resto de España, se ha puesto sordina a un crimen execrable. Y estoy convencido que, si el asesinado hubiera sido un activista secesionista, de uno de esos famosos Comités de Defensa de la República, tendríamos docenas de miles de personas en las calles vociferando estelada en ristre, estarían destrozando sedes de partidos políticos constitucionalistas y estarían cortando autopistas y bloqueando la vida económica catalana. Pero han matado a un ‘facha’ y además en Zaragoza. Entonces la cosa no va con ellos.
El problema de trivializar los asesinatos es que llega un momento que te toca a ti. Y si no honramos a los muertos por igual, y denunciamos por igual lo que es una tragedia y un crimen, cuando maten a uno de los “tuyos” buena parte de la población mirará hacia otro lado. Pensarán “ojo por ojo y diente por diente”. Y luego vendrá otro muerto de un lado. Y otro muerto del otro. Y cuando nos demos cuenta descubriremos que ya no vivimos en el “oasis”. Que vivimos en el Ulster. Y una legión de sociólogos a sueldo comenzarán a teorizar el cómo y cuándo se nos heló el alma.
Ahórrense el dinero, ya se lo cuento yo. Todo esto comenzó cuándo el secesionismo decidió que media Cataluña no teníamos derecho a ser ciudadanos catalanes y que solo ellos estaban legitimados para decidir el futuro de su “país”. Y el punto de inflexión hacia la catástrofe vino cuando llegó el primer muerto y media Cataluña decidió que ese cadáver no era cosa suya. Quizás todavía estemos a tiempo de evitar que pasemos de ignorarnos, que es el estado actual de la sociedad catalana, a odiarnos.
Yo votaré el 21 de diciembre en clave constitucionalista porque todavía creo que podemos solucionar esto en las urnas, y votando en conciencia no puedo escoger otra opción que la de los partidos que quieren trabajar por una Cataluña leal con el resto de España. Pero o el 22 de diciembre nos ponemos todos las pilas para que la cosa no vaya a más, o viviremos más tragedias. Por desgracia, vamos camino de que se cumpla, una vez más, la famosa Ley de Murphy. La que dice que, si algo puede salir mal, saldrá mal.
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